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martes, 28 de octubre de 2025

Seminci 2025: 4ª jornada

Cómo dos estilos cinematográficos tan radicalmente distintos pueden llegar a alegrarme el día 



Hay personas a las que les gusta el agua de Vichy; otras a las que le pirra el Dom Perignon o el Moët; y, por último, hay -las menos- que se revelan de gustos bífidos, o sea, por ambos líquidos tan extremos. Es lo que me ha pasado hoy en el Teatro Calderon dentro de la S O de la Seminci.

La mañana comenzó con una pequeña película titulada Lionel dirigida por Carlos Saiz Espín. Empieza la cosa que no sabes por dónde va a ir pero poco a poco está roadmovie de viaje sentimental -todo viaje lo es en el fondo- de Murcia a Francia de un padre y su joven hijo en busca de un reencuentro vacacional con la hija y hermana de ambos empieza a cautivarme. Como digo es un viaje emocional más que de peripecias aventureras. Habla, sobre todo, de la necesidad de comunicación entre padres e hijos, de los trapos sucios del pasado que siguen sin limpiarse, de las discusiones diarias, de la necesidad de los abrazos que nunca hubo en la infancia, de las ausencias paternas, de los divorcios que dejan heridas sin coser, de la necesidad de compartir de nuevo los recuerdos… Dice el director que cuando conoció a Lionel, hijo, sintió la necesidad de rodar este largometraje. Yo no habría visto material dramático que rodar, pero el director lo logra. El gran acierto de la película es el tono -me recuerda a Seis días corrientes de Neus Ballús también vista hace años en Seminci-, esas pocas indicaciones que el director daba y esperaba a que en las escenas surgiera una energía que se plasma luego en  Lionel. Cuenta Carlos Saiz que su puesta en el largo viene de un corto previo titulado La hoguera. La clave del éxito es que los tres personajes son auténtica familia y, claro, eso sabe captarlo la cámara. Parece fácil, pero no siempre la realidad es filmable para ser interesante y convertirse en una estimable obra. Es como si fuera un documental ficcionado, donde en muchas escenas la cámara estuviera oculta. Donde cuando el director vaya a decir “¡acción!”, los actores entienden “¡corten!”. Ahí está el gran logro de Carlos Saiz Espín. Un proyecto que le ha costado levantarlo cinco años. Contiene un final entre padre e hijo que justifica todo el trayecto de ida y vuelta: viaje curativo para Lionel hijo, sanador para el espectador.




La segunda propuesta en la Sección Oficial ha sido Sound of Falling de la alemana Marscha Schilinski. Es junto a Resurrection la propuesta más alejada de la narrativa clásica y la más original hasta la fecha. No ha gustado a casi nadie. A mí me parece sobresaliente, solo apta para un espectador que quiera tener una experiencia inmersiva en el lenguaje audiovisual que plantea la directora. Para empezar son cuatro generaciones de mujeres a lo largo de más de un siglo en un único espacio: una granja en Alemania. Ocurre que la narrativa va dando saltos hacia adelante y hacia atrás, con una presentación de personajes nada claro al principio, pero cuyas piezas a lo largo de las más de dos horas y media de duración van encajando. Posee una fuerza en la puesta en escena de lo más sobresaliente visto hasta ahora por el que esto escribe. Schilinski deja que las historias fluyan a través de las imágenes y de los sonidos, con apoyaturas de voces en off de las distintas protagonistas. La descripción de la muerte según épocas, el dolor causado en circunstancias de la vida, la mirada -debería decir las miradas de todas las protagonistas, algo fundamental en el cine-, la memoria conservada en fotografías, y la historia que contextualiza las cuatro generaciones compuestas por mujeres en edades distintas forman un mosaico de enorme valor cinematográfico. 

Hay una escena que puede resumir parte de su esencia. Una joven está sentada en un columpio boca abajo. Lo que ve está invertido. Así es como el cerebro ve las cosas: invertidas porque la lente del ojo, el cristalino, proyecta  la luz de forma invertida. Reflexiona pensando que la vida es dolor y que si invertimos todo ese dolor acabaría convirtiéndose en su reverso: la felicidad. Algunos que salían del pase de prensa la criticaban por ser muy nórdica, pero el cine de esos lares ha dado muestra de obras muy existencialistas y esta no escapa de la sombra germinal de Dreyer, aunque la religión aquí no esté tan presente. 

Sé que no es filme para ver después de comer ni tras la cena, sopena de ser usada como somnífero para quedar roque.

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