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domingo, 18 de febrero de 2024

Boceto para un cortometraje

Cuando no lo ves venir

Me despedí como siempre de mi esposa, con un beso leve en la mejilla, aunque aquella tarde su rostro parecía desnortado. No le di importancia. O las prisas por no llegar tarde al trabajo me impidieron dárselas. Ahora sé que hice mal. No lo vi venir.

En la estación del metro de Las Arenas, cuando esperas la llegada de un convoy, te pones a mirar a los viajeros sobre el andén, o los anuncios de onegés o de empresas locales ubicadas en las marquesinas, o dejas que las preocupaciones te invadan la mente. En esa ocasión, pude fijarme en una mancha negra sobre la vía. Me llamó poderosamente la atención. De manera impulsiva, saqué el teléfono móvil e hice estas dos fotos aquella tarde antes de dirigirme a la oficina sita en el centro de Bilbao. Las fotos, que aún no he borrado, son estas:














A las 21:05 recibí una llamada a mi móvil de un viejo amigo, Rafael. Me preguntó a bocajarro:

—¿Estás en casa o en el trabajo?

—En el curro, ¿por?— le respondí.

—¿No te has enterado, verdad?

—¿De qué?

—No hay metro. Bueno, no hay en el centro de Bilbao. Parece que no hay servicio entre Moyua y San Ignacio. Tienes diez minutos para salir de la oficina si quieres que te recoja en la plaza Moyua, frente a la cafetería Astrabudua. Voy a recoger a Laura, pues me ha llamado porque no tiene cómo regresar a casa.

—Gracias. Voy para allá.

Salí de la oficina. Antes cogí un paraguas destartalado pues hacía una noche lluviosa y empecé a correr. La fama de ejecutivo ejecutante de Rafael era conocida y temía que si no estaba en el lugar indicado, pudiese darse a la fuga. Llegué a la plaza sin recordar muy bien en qué punto exacto estaba la cafetería. Pensé que vería a Laura con paraguas delante del establecimiento. No quise agobiarme. Curiosamente fueron ella y otro amigo los que me vieron, manifestando al unísono un desbordante regocijo, justo cuando acababa de cruzar un semáforo.

—¡Qué alegría! ¿Qué haces aquí? —me preguntó Javiertxo, mientras le daba un abrazo y besaba después a Laura.

—Me ha llamado Rafael para comunicarme la incidencia del metro y si quería que me recogiese.

—Joder, pues yo he salido del curro y no sabía qué hacer —comenta con una sonrisa Javiertxo—. ¡Y he visto a Dios! —señala a Laura acompañándolo con una risa con tono de voz de apostante a pelota vasca.

Rafael aparece al instante en el coche. Para ante el semáforo en rojo y entramos los tres como si hubiéramos atracado la Caja Laboral. 

—Buenas. ¡Menudo día de mierda que tengo! Liada en el curro, preparo la cena para los hijos, en la piscina me llama Laura, tengo que venir a Bilbao y...—se lamenta Rafael mientras pega un frenazo a punto de chocar con un bus.

—Rafael, no me hagas otro rayón en el auto, ¿eh? —le dice ella.

—Te noto estresado —le digo, mientras gira bruscamente para adelantar un auto. El parabrisas no para de meter un quejido enojoso, mientras despeja la luneta de la pertinaz lluvia.

—He visto a Dios hoy —comenta Javiertxo. —No sabía cómo volver a casa sin metro. Estaba en la plaza y me topo con Laura. Antes había llamado a Cabify para que me llevara a casa y ¡me pedían 50 euracos! Porque coger un taxi era imposible. Y de pronto alguien me llama. ¡Y es Laura! Me he puesto de contento.

—Haberle dicho a tu amigo Iñaki que te hubiera recogido en su casa — le sugiere Rafael, mientras hace saltar el coche al pasar sin frenar un resalto de la calzada.

—¡Rafael, me vas a destrozar el auto! —le reprende amorosamente Laura.

—Quita, quita, antes prefiero ir a pata, que quedarme en casa de él. Ronca como un demonio.

—¿Sabéis qué ha pasado esta tarde? —pregunto.

 —Parece que alguien se ha tirado a la vía —responde Laura.

—Antes esas noticias se ocultaban en los periódicos, por el efecto llamada, dicen —comenta Javiertxo—. Creo que hay que hablar de la salud mental. Debe dejar de ser un tabú.

—¿Qué puede llevarle a una persona a cometer ese acto? —se pregunta Laura—. Imaginad, además, el palo para el conductor y los que han sido testigos.

—Creo que habrá sido un hombre, no me imagino a una mujer lanzándose a la vía —añado—. Mientras pienso que la noticia aparecerá mañana sin muchos detalles, y después ya nadie se acordará del asunto.

—¿Por dónde voy, por Enekuri o San Ignacio? —pregunta Rafael—. Como sigáis con el tema, os dejo en Sani. Bastante estrés llevo para estar escuchando esto. Además, puede que se haya caído o le hayan tirado.

—¡Sí, la suegra habrá sido! —, apunta Javiertxo. Estallan las risas. 

A la altura de la ría, tras evitar por un suspiro no meternos en un carril sin salida, pasamos a hablar de otros temas: que si cenar mañana, que si no puedo, que si la próxima semana, que si los estudios de los hijos, que si menuda tarde de estrés...

A la altura de Erandio, mi teléfono suena. No me fijo en quién llama. Tan sólo digo:

—¿Sí, dígame? —mientras alguien con voz seria y oficial pregunta si soy el esposo de... De fondo, oigo un sonido agudo, metálico de metro que pasa. 

Poco a poco, mi tono de voz se apaga. En el auto, reina un silencio sepulcral.

No lo vi llegar. Pero creo que el rostro desnortado se me quedará grabado para siempre.


 






5 comentarios:

  1. ¡Joder! Triste y muy bueno.

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  2. Se te da bien, el final un poco Kubrick, Hitchcok y un poco de Stephen King

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  3. Es todos los días, pero no se comenta , como bien dices por el efecto llamada .. y la edad no importa ..cualquier persona a cualquier edad y a cualquier nivel .. somos todos humanos y los pensamientos y emociones no dejan de ser los mismos en todas las clases sociales

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