La buena letra con el arte entra
Renuncia a narrar los grandes acontecimientos históricos para prestar atención a lo íntimo y cotidiano. |
He montado en la estación de Moyúa de Bilbao de regreso a casa. Me espera un largo recorrido de 45 minutos. Si la jornada laboral no ha sido muy cansina, aprovecho el tiempo para la lectura. ¡A saber cuántos libros habrán sido devorados en estos años laborales de este modo! Sin embargo, si he dormido mal o los clientes me han dado la turra en demasía o un dolor de estómago se ha desencadenado, me dedico a observar el paisaje, a los pasajeros en derredor o a cerrar los ojos imaginándome un futuro más risueño.
Sentadas frente a frente, tengo a una madre e hija. Esta última se llama Irene; de la madre sólo puedo describirla: cuarentona, de camino a esa edad del medio siglo, donde la gordura se dirigirá a esas zonas en que nadie la quiere y escapa de donde debería permanecer, todavía de labios apetitosos, ataviada con un florido vestido con escote en V, piernas delgadas y bien torneadas, algo de maquillaje y pelo largo oscuro.
Observo que la madre lleva entre sus manos un libro titulado La buena letra, cuyo autor logro distinguir: Rafael Chirbes. Irene, en cambio, mira el móvil con voracidad. Esta es la conversación que, más o menos, he logrado recordar entre ellas.
—Ya he acabado.
—¿Cómo? —pregunta Irene quitándose los auriculares y despegando la vista del móvil.
—Que he finalizado La buena letra. Te lo recomiendo porque es literatura de mucha calidad, aunque es muy triste.
El arranque así lo augura. «Hoy ha comido en casa y, a la hora del postre, me ha preguntado si aún recuerdo las tardes en que tu padre y tu tío se iban al fútbol y yo le preparaba a ella una taza de achicoria. He pensado que sí, que después de cincuenta años aún me hacen daño aquellas tardes. No he podido librarme de su tristeza».
— ¿De qué trata, mamá?
— Es la historia de Ana que le cuenta a uno de sus dos hijos las pequeñas miserias de su vida con su marido, Tomás, Antonio, hermano de éste e Isabel, su cuñada, que se cree más que los demás por haber acompañado a unos marqueses valencianos a Inglaterra siendo criada, y fuente de muchos males en la familia... como la Guerra Civil.
—Pues contado así, no me apetece su lectura.
—La guerra es telón de fondo, hija. Lo importante son los personajes y sus vicisitudes. Ah, y cómo está narrado... y escrito. Los capítulos son como postales, pues en poco espacio uno ha de escribir lo sustancial.
Chirbes apenas la nombra: es como una sombra que les acompaña. «¿Decir que fue puro o limpio el miedo? Ni la muerte ni el miedo son limpios. Aún guardo la suciedad del miedo de los tres años que tu padre se pasó en el frente...», rememora.
—Ana, la madre, cuenta a su hijo los recuerdos. Él es tan sólo oyente en el presente de todas las miserias, alegrías, sufrimientos e ilusiones perdidas de su madre. Y el lector pega la oreja.
Como hago yo con ellas. Es una fórmula que siempre aviva el interés. Dos charlan y un tercero está presente pero sin inmiscuirse en la conversación íntima. Asistes a la confidencia sin permiso, como si te quedaras al lado de un confesionario y descubrieses a tu vecina ahí de rodillas. Ella que nunca ha sido creyente.
—Tú, hija, no te ha tocado vivir en un tiempo de zozobra.
—Aprobar el acceso a la universidad, ¿no te parece mayor zozobra, ama?
—No me refiero a eso, Irene. Yo te hablo de no saber si tu padre volverá a casa a cenar o ir a ver a tu tío, si estuviera en la cárcel, sin saber si lo hallarás con vida. Vuestras preocupaciones, siendo serias, no tienen ni comparación con las penalidades de la generación de Ana en la novela.
«Rumores de fusilamientos que sólo a veces se confirmaban, pero que siempre hacían daño (...). Aprendimos la suciedad del miedo», escribe Chirbes, cuenta a su hijo Ana.
El metro para en Astrabudúa. Por un momento, pienso en bajar y tomar algo en el bar Stop. Pero no puedo dejar de asistir a la conversación entre madre y su hija Irene. Me quedo pensando por un momento en la expresión la suciedad del miedo. Y sonrío, pues cada vez que lo he sentido me he cagado literalmente. No sé si Chirbes se refiere a esa suciedad. Supongo que es más figura literaria, una sinestesia o así.
—Además, hay un aspecto en la novela que a papá le gustaría mucho si la leyese —le comenta la madre. Y prosigue—: Chirbes recurre mucho a citar el cine a lo largo de la narración. La primera vez que lo menciona Ana comenta que...
«Las tardes de domingo me gustaba visitar a mi madre y luego me iba al cine con tu hermana, pero desde que llegó ella [su cuñada, Isabel] cada vez pude cumplir mis deseos con menos frecuencia. El cine le parecía una cosa chabacana».
—¿Chabacana? —preguntó Irene.
—Sí, vulgar, ordinario. La esnob de la cuñada prefería una obra de teatro o un buen concierto, pero el cine... «con toda la gente del pueblo metida en ese local espantoso», decía. Eran los tiempos en que seguía siendo un espectáculo popular para las clases más humildes.
—Pues ahora apenas nadie va al cine. Bueno, sólo para ver las de terror y las de superhéroes.
—En la postguerra, Irene, la gente se metía en el cine porque allí al menos se aguantaba el frío.
En esos momentos, quise participar en la conversación, pero mi timidez endémica me lo impidió. Iba a decir que acababa de leer otra magnífica novela, El gran Gatsby, en la que uno de los protagonistas sugiere ir a los grandes cines de la calle 50 de Nueva York puesto que son frescos. Cambian de idea y se llega al clímax saltando todo por los aires. Me preguntaba qué habría pasado si Scott Fitzgerald les hubiera hecho entrar en uno de ellos. Llegamos a la estación de Aiboa. Y la conversación prosigue.
—El cine era barato, más que encender el brasero. Pero Ana y su marido Tomás, que es republicano no pueden.
—¿Por qué? —pregunta la hija.
—Porque al final de la película sonaba el Cara al sol y a Tomás le repugnaba tener que ponerse en pie con el brazo en alto.
—¿Como nosotras cuando entraba la directora y nos poníamos de pie en el colegio?
Su madre me miró por primera vez, mientras hacía un mohín alzando los ojos como diciendo con ironía: "Lo mismo, hija mía, lo mismito". Y sonreímos con complicidad.
—El paso del tiempo también afecta a las salas y en la novela así lo refleja el autor —continúa la madre.
«Ahora, las películas ya eran habladas y el piano permanecía silencioso al pie de la pantalla, sin que nadie se ocupase de hacerlo sonar. Yo le hablaba a tu hermana de los tiempos de antes de la guerra y del sonido de eso que a ella le parecía un mueble, un armario o algo así, y que nunca había tenido ocasión de escuchar», escribe Chirbes, le cuenta a su hijo Ana.
—Para ti, Irene, haber estudiado solfeo y algo de piano ha sido muy fácil. Pero la hija de Ana se tuvo que conformar con la visión que tuvo un día al pasar por una casa elegante de la que salía el sonido de un piano. Al poco descubriría que el piano tenía la tapa levantada y por dentro le pareció que había fichas de dominó puestas en fila.
Pero Chirbes no nos deja que esa sonrisa que aflora en el lector ante la ocurrencia de la niña permanezca, porque dos párrafos después nos envuelve con esa desesperanza que reina en el relato de los sueños incumplidos: «Una vez me enseñó [tu hermana] sus manos estropeadas y me dijo con una sonrisa triste: "¡Y yo que de pequeña quería ser pianista!". A veces me acuerdo de sus palabras, cuando la veo incapaz de salir de esa burbuja a la que la vida la ha condenado, teniendo un hijo tras otro».
—Ama, tú te crees que todo ha sido para mí de color de rosas. ¡Que se ponga a estudiar piano una hora al día! —se queja Irene harta de la comparación desfavorable a ella de los tiempos pasados que hace su madre.
Se levantan y se disponen a salir en Bidezabal. Tan sólo escucho ya:
—La cuñada es la peste de la familia: ambiciosa, arrogante, manipuladora y más falsa que un duro de madera. Se ponía como loca cuando su marido y su cuñado venían de ver el fútbol algo ya achispados. Decía que no podía soportar esa vulgaridad, su estúpida falta de ambición. ¡Y mira ahora, las mujeres jugando al fútbol!
Y Chirbes dispara en ese momento a quemarropa haciéndola decir a la cuñada: «¿No se da usted cuenta de que nos están condenando a fregar cazuelas el resto de nuestras vidas?». Pero Ana no quiere entenderla, pues después de todo lo que había pasado, «la felicidad era exactamente lo que tenía, incluidos los sueños que el cine les prestaba».
El metro siguió su curso hacia Plentzia. No sé si a Irene le convencería las palabras de su amatxu para leer La buena letra. A mí me vino la fantasía de pensar por un momento que yo podría ser el padre de esa familia y que, a la llegada a casa, me estaría esperando ese libro a modo de regalo sobre la mesita del vestíbulo.
Con el tiempo, descubriría algo en la obra de Chirbes que también a mí me ha ocurrido durante estos años de idas y venidas en el metro de Bilbao. Cuando Ana y Tomás descubren por carta que el hermano de este, Antonio, está preso en una cárcel, semana después irán a verle empezando así el calvario de los viajes en tren. «Viajar hoy desde Bovra a Mantell resulta fácil, pero entonces había que hacer transbordos, pasar horas y horas en andenes abandonados en los que el viento barría las hojas secas y los papeles, sufrir el traqueteo interminable de aquellos vagones de madera repletos de mujeres enlutadas y silenciosas». Sin embargo, poco tiempo después las cosas mejoran y el mismo viaje «era más soportable. Seguían la incomodidad de los trenes, las largas esperas, las paradas arbitrarias e interminables, el agotamiento, pero aquel deshielo que parecía haberse producido en nuestra casa también parecía afectar a los demás». Ana se sorprendía en algunos momentos del trayecto contemplando el paisaje, descubriendo los lugares que el tren recorría y se adormecía con el calor del sol.
Chirbes viene a indicar que los viajes de Ana en aquellos trenes eran emocionales. Recuerdo aquella ocasión en que yendo al trabajo después del duelo por la muerte de mi ama, me sorprendió ver la ventanilla con ciertas gotas de lluvia. Al salir del vagón a mi llegada a Moyúa, descubrí que la ventanilla estaba seca. No llovía aún siendo febrero. Eran en mis ojos donde había llovido. Entonces me uno al recuerdo de Ana cuando afirma: «Qué tiempos más bonitos, cuando estábamos todos juntos y nos reíamos y no nos faltaba lo indispensable».
Muy bonito.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con el último párrafo. 😞
¿Las lágrimas que no se lloran
ResponderEliminaresperan en pequeños lagos?
¿O serán ríos invisibles
que corren hacia la tristeza?
Pablo Neruda