MODELO DE NADA
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El director en la cárcel Modelo de Barcelona durante el rodaje |
Alberto Rodríguez (Sevilla, 1971) atesora ya una filmografía muy interesante. Arrancó en 2000 con El factor Pilgrim y con Modelo 77 son ya 8 los largometrajes que tiene en su haber, sin contar series. Con La isla mínima (2014) tocó el techo del éxito y, por qué no decirlo, de la excelencia, recibiendo 10 premios Goya y la Concha de Plata al mejor actor (Javier Gutiérrez) y mejor fotografía.
Rodríguez siempre le ha gustado hacer un cine de denuncia, social o político, aunque para ello haya que enmascarar sus películas en formato thriller. Lo hizo con La isla mínima, El hombre de las mil caras o en Grupo 7. En esta ocasión con Modelo 77 sigue retratando fragmentos de la España contemporánea, y el aspecto sociopolítico es más evidente, dejando en parte el armazón del thriller. Y sale perdiendo.
En esta ocasión el director pone el foco en la Transición española. Según sus palabras en la rueda de prensa del Zinemaldia, el germen de la película estuvo en “el conocimiento de la fuga de 45 presos en el año 78 y, luego, de la existencia de COPEL – una coordinadora de presos-. La cárcel es un sitio donde todo el mundo se separa y en la que la identidad de los presos la borran. No sabíamos cómo la gente podía haberse unido como pasó en la cárcel Modelo, donde unas doscientas personas se habían cortado las venas para que la prensa pudiera entrar y contarles las condiciones en las que estaban. Eso ya nos pareció increíble. Esta es una película en la que desde 2005 estuvimos trabajando. Hemos tardado una barbaridad en poderla hacer, entre otras cosas porque la Modelo estaba funcionando”.
Así pues el escenario donde transcurre prácticamente toda la historia es en la cárcel Modelo de Barcelona. Arranca desde febrero de 1976, a tres meses de la muerte del Caudillo, hasta 1978. En ese microcosmos carcelario veremos diversa tipología: desde el protagonista, Manuel (Miguel Herrán), un joven contable encarcelado y pendiente de un dilatado juicio por cometer un desfalco, a Pino (Javier Gutiérrez) que ya ha asumido que los años que le quedan de vida los pasará en la cárcel refugiándose en su libertad interior, o el Marbella (Fernando Tejero) que ha convertido su estancia en un modus vivendi para enriquecerse. Tampoco faltan otros personajes con más conciencia política, como el médico preso gay, que poco a poco harán que Manuel tome conciencia social y se integre en la Coordinadora de Presos en Lucha.
La película tiene sus grandes aciertos, sobre todo en la descripción de la tipología de los presos y la dinámica en la cárcel. Pero hay grandes desaciertos. Para empezar la interpretación de Miguel Herrán, que a sus 26 años se ve superado por los actores que le rodean. El guión funciona a las mil maravillas en su primera media hora con diálogos brillantes pero hay situaciones poco verosímiles. Por ejemplo, la relación que tiene a lo largo de la historia entre el joven y la hermana de la que fue su novia no funciona. Otro problema que se plantea es se abarcan muchas microhistorias, con demasiados personajes que no acaban de cuajar. Añadamos que todos los funcionarios de la cárcel son malos malísimos incluido el director de la misma. Incluso en esas pinceladas de maldad recubiertas de mofa se le va la mano. Véase las risas de Manuel y Pino desde la ventana de su celda cuando ven a los funcionarios correr en el patio tras una gallina que han echado desde la calle o cuando deciden quemar los libros de Pino y entre ellos había escondido un poco de hachís.
En conclusión, Alberto Rodríguez y su habitual coguionista, Rafael Cobos no han sabido, en mi opinión, conjugar los dos ejes temáticos del filme: el asunto individual (¿saldrá Manuel de la cárcel?) y el tema de los presos comunes de la cárcel (la ley de amnistía de 1977 sólo incluía a los presos políticos, autoridades y funcionarios que hubieran cometido delitos hasta 1976).
Es verdad que el tono de la película es demoledor. Alberto parece decirnos que cuando la sociedad no cree en el individuo y en su reinserción, a este no le queda más que el camino individual, el sálvese quien pueda. Al menos en esa época en donde la reinserción era una palabra apenas valorada. Un plano recurrente a lo largo de la película y muy acertado es aquel de la celda de Miguel que, a través de la ventana enrejada, ve un anuncio luminoso de una marca de TV donde un clavadista se tira hacia abajo en busca del color. La TV en España dejaría de ser en blanco y negro para pasarse al color justo en la época de la Transición a la democracia. Como vemos, Rodríguez no desaprovecha la metáfora política. Y en eso funciona a las mil maravillas. Aunque ahora se vean a todo color las miserias de nuestra sociedad.
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