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miércoles, 7 de mayo de 2025

Cine español en el FANT 2025

El fantástico español en el FANT, para sangrar y no echar gota


Poco a la boca que llevarse con la
muestra del cine fantástico español visto

Esta edición del FANT, la 31ª, contenía una buena, buena no, más bien nutrida muestra del fanta-terror español en la Sección Oficial. Cuatro filmes dirigidos por Norberto Ramos (el Pepe Gotera del actual cine hispano), los Hermanos Sepúlveda (realizando un Blade Runner low cost con ínfulas bergmanianas), Juan Albarracín (con una propuesta psico-cinegética que haría palidecer los métodos de Pavlov), y finalmente por Miguel Llansó (que desde Estonia nos enjarreta un tema actual como es el transhumanismo).

Si Ramos lleva encadenando moñigas ensartadas para un público tan minoritario como imaginario o Llansó sigue colocando historias bajo el influjo del LSD o el trasunto de la droga moderna con que se coloquen los jóvenes de hoy, las óperas primas de los Hermanos Sepúlveda o Albarracín quedan muy justitas de calidad para una Sección Oficial que se precie. Y a los de Bilbao nos gusta jactarnos de "kalitatea", sin esta ocasión el "eusko".

No voy a negar que las propuestas, en ocasiones, son más sugestivas de lo esperado; los resultados, en cambio, no son convincentes y, lo que es peor, en ocasiones provocan la temible aparición del vocablo aburrimiento


José Taltavull Sepúlveda (izq.) y Javier Canales
Sepúlveda, directores de Idilia


Idilia de los Sepúlveda es la obra a la que más espectadores han ido a verla (aprox. 120). Ya lo decían en la presentación, que las labores de puesta en escena y de guion se las habían repartido. José se quejaba de que le había sido difícil poner en imagen lo que Javier había vertido en los extensos diálogos. No me extraña. Aún así el primero sale bastante indemne frente a las aguas que hacía el segundo con un guion imposible de digerir y unos personajes cuyo drama ya estaba empezado antes de comenzar la película. 

La idea, empero, es interesante: la organización Idilia trata de reclutar a niños con altas capacidades para hacer que la sociedad avance y mejore el bienestar de la humanidad. Pero la rumorología de que son una secta que se va extendiendo por el mundo y del miedo de los políticos por perder el poder hace que los responsables del proyecto se vean en la picota. Valorar la interpretación de Norma Ruiz Izquierdo que trata de salvar lo insalvable, apoyada por unos actores secundarios bastante dignos.

Lo más interesante en la planificación de todo este artefacto de breve minutaje (73 min) son los 500 planos que hay en los títulos de créditos realizados, según confesión de los creadores, por un programa de inteligencia artificial.


Javier Pereira junto a la otra protagonista Eva Llorach en la presentación de El instinto


En El instinto de Juan Albarracín se nos propone –quiero creer que sin base científica alguna– que la agorafobia que padece el arquitecto (Javier Pereira), recluido en una casa de campo, puede curarse con un método que le propone un vecino (Fernando Cayo). Este anteriormente ha matado en un accidente de tráfico al perro de aquel y se siente en la obligación de compensarle de alguna manera. El método consiste –el director mete a lo largo del filme una serie de reportajes documentales sobre adiestramiento canino–, según le cuenta Cayo, en una adaptación a los humanos de lo que se hace con los perros para poder superar esos miedos instintivos en que cree él que se basa la agorafobia. 

¿Es el hombre capaz de ser sometido como un perro a un orden jerárquico dentro de una manada? Si fuera así, este sometimiento y fe ciega en el líder haría que cualquier instinto primario quedase domeñado por fe ciega al gurú de la manada. La propuesta de tratar al arquitecto como un chucho para poder sacarlo al espacio abierto del campo, y así superar los traumas que subyacen a este trastorno de ansiedad, fracasará. Ni siquiera el inserto de imágenes, al que recurre Albarracín, sobre el pasado familiar del protagonista encarnado por Javier Pereira mientras sufre de ansiedad,  hace que la película recobre mayor interés. Porque todo ese pasado no enriquece en la dramaturgia del presente en mi opinión, tan sólo explica el porqué de esa agorafobia. Al desarrollo de la trama y de la relación entre ambos vecinos le falta turbiedad, siendo demasiado plana y con un desenlace previsible y sin sorpresas para el espectador.


Miguel Llansó presentando Infinite Summer, rodada en Estonia


El interés de Infinite Summer de Miguel Llansó estriba en que aborda ciertos avances de la tecnología  que pueden ser aplicadas en las nuevas generaciones. La primera vez que leí el vocablo transhumanismo fue en la obra ensayística de Luisgé Martín titulada El mundo feliz: una apología de la vida falsa. Este subtítulo viene muy a cuenta en la película de Llansó, pues se trata de tres chicas jóvenes que pasan unos días de verano en Estonia. En un momento dado, recurren a una aplicación de citas virtual, en el que aparece un personaje llamado Dr. Mindfulness (ya saben prestar atención consciente al ahora). Este les propondrá el uso de unas máscaras que puestas en la cara les llevará a un plano de felicidad jamás conocido por ellas. La búsqueda de sensaciones que hagan más llevadera la vida en este valle de lágrimas es lo que ofrece este artilugio, aunque sea una vida falsa o artificiosa. En una escena vemos cómo dos de las protagonistas viven lo que podríamos llamar unos orgasmos cósmicos fruto de la tecnología que ofrecen esto artilugios puestos en la cara.

El transhumanismo es un método que propugna la superación de las limitaciones actuales del ser humano, tanto en sus capacidades físicas como psíquicas, mediante el desarrollo de la ciencia y la aplicación de los avances tecnológicos. Lo que no me quedó claro, visto Infinite Summer, es si el director es partidario o no del uso de esas máscaras que te hacen sentir parte de ese universo llamado Naturaleza del que nos hemos alejado, privándonos de sensaciones agradables para el bienestar. Que pregunten a los jóvenes cómo huele la moñiga de vaca, a qué especie animal pertenecen unas cagarrutas en una senda o, simplemente, a qué huele un paseo por un bosque otoñal a las 8 a. m.


Director Norberto Ramos (centro) junto a los actores de Giro final.


Y escribir sobre la última película española, me resulta fútil. Giro final de Norberto Ramos del Val está mal escrita y peor dirigida, por no hablar de la penosa dirección de actores o unos planos que parecen de preescolar. A pesar de todos los males que le aquejan, y el director es consciente de ello, uno la disfruta gozosamente de la misma forma que saborea con placer las hamburguesas de McDonald, aunque estén hechas de perro muerto con cúrcuma. 

El realizador, en la divertida presentación ante los escasos 60 espectadores que asistimos, estaba contentísimo por ver su propia película en pantalla grande. "Siempre se va alguien. No sé si es una tradición o qué. Si alguno se siente muy ofendido y se va, no pasa nada, pues ha pagado la entrada. Aquí todos contentos, el Festival y yo", comentaba con sarcasmo Norberto Ramos.

No sé si recordarán Pink Flamingos (1972) de John Waters. Hay una escena en la que la protagonista, una guarra gorda llamada Divine, se agacha en la acera y recoge una cagada de perro y se la mete a la boca disfrutando de semejante menú. Giro final, sin la pornografía, canibalismo, escatología ni zoofilia que había en aquella, se disfruta si eres consciente y aceptas que el director ha rodado un mierda de película.



 





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