El silencio de Dios
Los comulgantes dirigida por Ingmar Bergman en 1963. Espiga de Oro en 1966 en Valladolid |
Es Lunes de Pascua. Abro los ojos y enciendo la radio. En lugar de los «buenos días, cariño» de tu ausente esposa, la palabra de un periodista radiofónico los sustituye. Un corte de sonido con la voz del camarlengo del Vaticano me anuncia que «a las 7:35 de esta mañana, el Obispo de Roma, Francisco, regresó a la casa del Padre». Esas palabras lejos de consolarme, me llenan de cierto desasosiego.
Tras haberme duchado, decido desayunar en el bar Stop. Es fiesta, pero Cecilia no es de cerrar el bar y viajar para gastar el dinero ganado por el extranjero (a Burgos, Asturias o Madrid). Como me dice a menudo, «la viuda ha de mantener tres bocas y el bar no da si se cierra».
El Stop presenta un ambiente de luto: la televisión muda hablando del fallecimiento del Papa; la parroquia ausente, amortajada todavía a las sábanas o desperezándose; el olor de la cocina a torrijas y leche frita propias de la Semana Santa; las mesas limpias y vacías; la calle sin sonidos que la enturbien, salvo los que proceden desde la Iglesia Parroquial de Astrabudúa: tañidos a difunto.
―¿Qué te pongo? ―me pregunta Cecilia.
―Descafeinado de cafetera y una torrija de las que acabas de hacer.
Me deja el periódico en la mesa, mientras espero que me sirva la comanda. Sin embargo, la mirada se dirige hacia la pantalla y de ahí, por misterios de las redes neuronales, me vuelve a resurgir en el recuerdo una escena –que me marcó desde que la vi– perteneciente a una película de Ingmar Bergman: Los comulgantes.
―Qué curioso que ayer fuera Domingo de Resurrección y hoy se muera el papa Francisco.
―La muerte casi siempre llama sin pedir permiso ―responde Cecilia.
―Ya sé que tú no eres de ir a misa, Cecilia. Pero ahora que acabamos la Pascua, he estado rumiando una escena.
―De película, claro. Y ahora me la vas a contar. Pues date prisa antes de que empiece a servir desayunos ―me apremia, mientras sonrío ante la humeante taza de café con leche.
―Se trata de un pastor protestante llamado Thomas (Gunna Björnstrand), que está pasando por una crisis de fe. El fallecimiento imprevisto de su esposa hace un tiempo le ha supuesto un duro golpe del que apenas puede recobrarse. El amor que siente una maestra por él no logra aminorar el dolor y recomponer su creencia religiosa.
―¿Y por qué? ¿Es fea ella?
―No. Justamente el director eligió a Ingrid Thulin en el papel de Marta, que no era una actriz fea que digamos. Lo que pasa es que Thomas todavía sigue anclado en la figura de su querida esposa.
―Que deje pasar el tiempo. Lo cura todo ―recomienda pragmática Cecilia.
―Ya. No soporta los gases de Marta, ni su eczema, ni sus otros problemas de salud... El pastor protestante tampoco sabe cómo reconfortar a una pareja de feligreses que acuden a él. Uno de los cuales acaba por suicidarse ante la impotencia de Thomas. Sin embargo, ese no es el asunto del que quiero hablarte.
―Entre tus reflexiones y las campanas de San Lorenzo, empezamos bien el día ―se lamenta Cecilia.
―Voy al grano. En la última misa que va a oficiar Thomas ―continúo sin reparar en sus lamentaciones―, un sacristán le quiere comentar algo que le inquieta. En cierta ocasión, el sacristán no puede dormir a causa de los dolores, y Thomas le sugiere que lea para distraerlos. El ayudante de misa empieza a leer los Evangelios.
―¡Vaya aspirina que le recetó el cura: la lectura! ―lanzó descreída desde la barra Cecilia.
―Pues de vez en cuando, la lectura de las Sagradas Escrituras le permitía relajarse y conciliar el sueño con más facilidad. Sólo de vez en cuando, Cecilia ―lo digo con una ligera sonrisa mientras la miro afanarse en la barra―. Llega a la lectura de la historia de la Pasión de Cristo. Y le comenta que hay matices que no ha entendido.
―¿Matices? ¿Solo matices? ―me inquiere Cecilia parándose en seco y dejando lo que hacía.
―Sí. Sobre la Pasión de Jesús y su sufrimiento. «¿No cree que el enfoque del sufrimiento de Cristo es un error?», le pregunta el sacristán al pastor Thomas.
―¿Qué quieres decir? ―me pregunta.
―Verás, el sacristán cree que se hace demasiado hincapié en el dolor físico que padeció Cristo en la crucifixión. Él cree que ha sufrido más dolor físico que el que sufrió Jesús en la Cruz; además, su tormento fue bastante breve. ¿Cuánto duró?
―Tú sabrás.
―Unas horas. El acólito cree que el sufrimiento fue de otro tipo. Y pone el ejemplo de Getsemaní donde tuvo lugar la última cena, en el que sus discípulos se duermen. No habían entendido nada. Cuando llegan los soldados, huyeron. Incluso, Pedro, que además le negó. Habían vivido día y noche con él durante tres años. Le abandonaron, todos y cada uno de ellos. Le dejaron completamente solo. «Eso sí que debe ser doloroso, Padre», le afirma reflexivo.
―Eso pasa a menudo. Cuando vienen mal dadas, no encuentras a nadie en quien confiar. Eso tiene que ser muy doloroso ―me mira fijamente Cecilia y luego a la pantalla del televisor donde se ve al Papa el día anterior sentado en una silla con aspecto fatigado y frágil.
―Sí, pero lo peor aún estaba por llegar, Cecilia―. Cojo un trozo de torrija y me la llevo a la boca. El dulzor contrasta con el tema del que hablo con ella―. Cuando Cristo fue clavado en la Cruz, sufriendo aquel tormento, se desesperó.
―¡Oh, Dios mío, por qué me has abandonado! Lo digo a menudo. Aunque ya no vaya a misa.
―Algo así le comentó el sacristán al pastor Thomas, sí. Es muy duro pensar que, en el último instante de vida, todo en lo que has creído es mentira. Y que tu Padre celestial te abandona. Antes de expirar, las dudas se apoderan de uno. «Sin duda eso debió ser lo peor, ¿verdad, padre?», le dice al pastor. «El silencio de Dios».
Por la puerta, empiezan a llegar a poquitos los parroquianos del Stop. Saludan y unos se acodan en la barra; otros buscan mesa de su agrado. La cafetera pita lastimeramente mientras que Cecilia se afana en servir tazas, torrijas y raciones de leche frita.
Me despido y salgo. El cielo encapotado amenaza lluvia y la temperatura ha bajado. La luz en pleno abril parece invernal, "Winter light", así se tituló el filme en inglés. A Cecilia no le he mencionado que Bergman en la escena relatada va encuadrando a Thomas y al ayudante durante el diálogo que mantienen en la sacristía de manera alternada. Cada vez que se acercan al meollo de las preocupaciones metafísicas de este último, la cámara (la pluma) va aproximándose cada vez más a la angustia de uno y al rostro de inquietud reflexiva del otro. Son aspectos (de estilo) que Cecilia no daría importancia, me temo. Pero para mí son esenciales.
De camino a casa, me asaltan a la memoria unas palabras que el sacristán le dice a Marta cuando llega con el pastor a una iglesia, en la que todavía ningún feligrés –ni lo habrá– ha llegado aún:
«Las luces eléctricas de hoy que sustituyen a las velas impiden el adecuado recogimiento».
¿Será por eso lo del silencio de Dios?
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