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domingo, 2 de marzo de 2025

Veredicto final (1982)

POR LOS MÁS DÉBILES, SIEMPRE

 

 


 

La vi  hace ya 43 años. El estreno fue el 12 de abril de 1983 en el Astoria de Bilbao, pero creo que no fue ahí donde asistí a la sesión. Yo estaba en el instituto todavía, con acné, pelo y con ganas de comerme el mundo. Supongo que no era una obra apropiada para mi edad por aquel entonces y, aunque me gustó, no me satisfizo ni me entusiasmó completamente. Pero recuerdo con gran nitidez todavía su inicio y su final. Ahora me sentaré en el diván y trataré de indagar el porqué he recordado de siempre el arranque y el desenlace.

Hoy he vuelto a revisitarla. Pasa también con los amigos, que los vuelves a ver pasado un tiempo. Siempre tienen que volver a ofrecerte algo: rememorar los viejos tiempos, informarte de lo que acontece en sus vidas actuales o anunciarte nuevos proyectos. Las buenas películas son como los viejos amigos: siempre te ofrecen algo nuevo, algo que no viste, algo que no valorabas entonces, algo que te perdiste o que no entendiste...

Si juntamos a Paul Newman, Sidney Lumet (director) y David Mamet (guionista), ¿qué puede salir mal? Nada. Se preguntarán de qué les hablo: de Veredicto final (1982). Les aflojo la memoria. Newman es un abogado cercano a la sesentena que pasa por una mala racha duradera: divorciado de su mujer y despedido del bufete de abogados donde trabajaba. Eso le ha llevado a convertirse en un alcohólico. 

Asistimos a la escena de arranque, la de los títulos de crédito: ya saben, la lista de actores, guionista, productores, compositor y director que han creado la obra. Pero lejos de ser una escena informativa sin más, de apenas un minuto y medio, ya nos da el tono que como piel acompaña a los aspectos fundamentales de la trama. Vemos a Newman a contraluz, apenas se le distingue. ¿Quién contrataría a una estrella para que no se le viera apenas? Eso quiere expresar algo: no le va bien la vida, ni profesional ni sentimentalmente. Está jugando con una máquina de petacos. ¿Un abogado, lo sabremos luego, jugando a petacos? Raro. Mientras fuma y bebe cerveza con cierta parsimonia, no hay palabra alguna, tan sólo el ruido de la bola chocando con las setas y el sonido del marcador. En la pantalla de petacos vemos al bueno de Tony Manero. Es un contraste. Él, el rey de la pista; Newman perdiendo lastimosamente el tiempo a petacos en un bar. Es Navidad, las luces de las serpentinas están apagadas por ser de día. Nada hay más triste que un ambiente navideño y que la vida no te sonría. La única nota de color la dan los títulos de créditos: rojo burdeos.

 



 La cámara se va acercando inapreciablemente al abogado. Coge la jarra, da un trago y la deja en el alfeizar; luego, da una calada al cigarro y lo vuelve a dejar en el cenicero. Lo hace con parsimonia, con un tempo derrotista. La vida sin amor, sin casos judiciales que resolver y con la bebida como única compañía en tiempo navideño trasluce el fracaso vital en el que está inmerso. Al fondo, la luz grisácea de un parque, sin hojas, sin personas que crucen con paso rápido. Y el silencio... sobre todo ese silencio roto por Tony Manero y su máquina de pinball. De todo eso, lo aprecias en un segundo visionado. Lo que les decía de los viejos amigos.

 

 



Supongo que la escena me marcaría a fuego porque yo también, a pesar de la mocedad, era una persona derrotada, maltratada por la vida. Uno encuentra en el arte aquello que vive en la vida y, de alguna manera, siendo embellecido por la mano del artista nos consuela, tal vez nos redima. Ahí estaba mi alteridad: sufriendo de la misma manera que yo pero con el rostro de Paul Newman. Si él estaba hundido, ¿quién era yo para pedir ser feliz?

Decía el director Sidney Lumet que la película "trata de la redención de un hombre, de su lucha por desembarazarse del pasado". Y como toda buena película, la luz debe acompañar a la historia. Por eso, un día Lumet llevó a su director de fotografía, Andrezej Bartkowiak, un estupendo catálogo de cuadros de Caravaggio. Y le dijo: "Andrzej, éste es la atmósfera que busco. Hay algo antiguo aquí, algo de otra época remota. ¿De qué se trata?". Andrzej estudió los cuadros y luego le comentó que se trataba de la técnica del "claroscuro". Se trata de una fuente de luz muy fuerte, casi siempre lateral, y no desde arriba. De ahí que reinen las sombras (el dolor, la traición, la incertidumbre o la desesperanza). Sólo en la sala de juicio las sombras no aparecerán.

A nuestro abogado se le presenta un caso: en el hospital de Santa Catalina se ha producido un caso grave de negligencia profesional. Dos médicos han descuidado a una paciente durante el trascurso de una intervención y le han provocado una parálisis de por vida por la que requiere asistencia las 24 horas del día.

A pesar de que Frank Galvin (Newman) acepta el ofrecimiento de una cantidad de dinero de los demandos, hay una escena que le hace cambiar de opinión. Es un momento muy logrado. Galvin va a una clínica humilde donde está su clienta que yace entubada en una cama. Lleva una cámara de fotos polaroid, ya saben, esas que se revelan al momento. Quiere sacar unas fotos del estado de ella. Y tras haber disparado dos, las deja sobre la cama y vemos poco a poco cómo se autorrevelan. En la novela en la que está basada Veredicto final, tal vez haya una serie de reflexiones o acontecimientos que nos muestra el cambio de actitud del abogado ante el caso. Pero en el cine, se juega con otras armas expresivas. Y las fotos de la cámara polaroid son una manera concisa y muy cinematográfica para expresar el cambio: Galvin no aceptará el dinero ofrecido por la parte demandada sino que querrá ir a juicio y pedir justicia al ver cómo se revela el estado postrado de la mujer en estado vegetativo: rebelarse ante una revelación.

Posteriormente, Newman tendrá la ocasión de redimirse también sentimentalmente al toparse en un bar con Laura (una jovencísima Charlotte Rampling). Mientras cenan en un restaurante, la anterior escena del cambio de objetivo queda fijada mediante este diálogo: 

Galvin. —Los débiles deben tener alguien que luche por ellos. ¿No es verdad? (...) Por eso existen los tribunales... para ayudar a los débiles, dándoles al oportunidad de obtener justicia.

Laura. —¿Y la van a obtener?

Galvin. —Puede... puede. Verá, el jurado debe creer, el jurado quiere creer. Es algo que hay que constatar. Mañana voy a escoger a doce de ellos. ¡Todos, todos piensan que es una farsa, que está amañado, que no se puede luchar contra lo establecido! Pero cuando entran en el estrado, entonces la situación es muy diferente. Tal vez... tal vez...

Laura. —Tal vez, ¿qué?

Galvin. —Tal vez pueda conseguir algo decente.

Como espectador uno vivía la redención profesional de Galvin: no era el dinero lo que le movía, ni ganar tras una mala racha de juicios perdidos, sino principalmente la búsqueda de justicia para el más débil.

No les diré cómo acaba el proceso judicial. Tendrán que ver la película. Así que salto al final, que me marcó y siguió durante muchos años en mi retina. Tal vez ya en las últimos tiempos se había ido diluyendo. Vemos a Laura, que ha traicionado la confianza de Galvin pasándose a la parte demandada, llamarle desde su cama por teléfono. El abogado está sentado en su despacho, reposando de las emociones tras el veredicto final del jurado. Oye un timbre, después otro, otro más pero sabemos que Newman no levantará el teléfono para escuchar las palabras felonas de Laura. Ese final seco y contundente, sin subrayado musical alguno, con tan sólo el teléfono desesperado sonando quedó grabado en mi memoria, pues yo también recurrí a no levantarlo cuando más de una mujer me lastimó en lo más hondo.

 

 

 

 


1 comentario:

  1. Qué maravilla, Iñaki. Fabuloso en fondo y forma. De lo mejor que te he leído.
    Es una de mis películas favoritas.
    De esas que se te quedan grabadas en la memoria sentimental.

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