Cuando se ama, hace falta el cuerpo o/y una pantalla de cine
No soy de ver series, un consumo que se ha puesto de moda desde hace algunos años con las plataformas de streaming de contenidos. Las series me recuerdan a la institución del matrimonio: mucha inversión de tu vida para que, al final, no sea satisfactoria, pudiendo acabar en divorcio a la primera o segunda temporada. Por eso, sigo manteniéndome fiel a la fórmula de echarse una amante, de relación breve e intensa: el filme.
En esta ocasión les voy a hablar de una serie española que me parece de lo mejorcito que se ha rodado, con permiso de Patria o Antidisturbios que vi en el incomparable marco del Kursaal 1 del Zinemaldia. Me refiero a Los gozos y las sombras (1982) dirigida por Rafael Moreno Alba. Bueno, más que de la serie en sí, del libro en tres tomos que escribió el ferrolano Gonzalo Torrente Ballester.
La serie se estrenó en RTVE en 1982 y recuerdo que me marcó. ¿O mejor sería decir nos marcó? Protagonizada por Carlos Larrañaga, Eusebio Poncela, Charo López y Amparo Rivelles, el Círculo de Lectores tuvo el buen ojo –tras ver el éxito de la misma– de sacar una edición especial en tres volúmenes titulados: El Señor llega, Donde da vuelta el aire y La Pascua triste.
Sabía que cuando los compré no los iba a leer de inmediato. En aquel tiempo, había un agente de El Círculo de Lectores que te traía una revista bimestral y el pedido que habías hecho en la anterior visita. Me hizo ilusión la edición porque venía en un estuche y era más cuidada que la inmensa mayoría de las publicaciones de Bertelsmann. Tenía demasiado fresca las imágenes y la historia como para meterme entre córnea y retina las más de mil páginas de la edición no abreviada. Así que durante 42 años los tres volúmenes han estado durmiendo en un estuche el sueño de ser leídos.
Desde hace algún tiempo suelo subrayar aquellos pasajes en los que aparece alguna referencia al cine. Y en Los gozos y las sombras hay varias. Lo que he descubierto, como algo casual o premeditado de Torrente Ballester, es lo que me ha motivado a escribir este artículo.
La novela transcurre en Galicia durante varios años de la II República. El arranque es así: "La venida de Carlos Deza (Eusebio Poncela) a Pueblanueva del Conde, si bien se considera, no fue venida, sino regreso. La precedieron anuncios, y aun profecías, especie de bombo y platillos con los que se quiso , como de acuerdo, rodearla de importancia". El autor ya nos augura que la llegada de Carlos, tras haber estudiado psiquiatría en Viena, es algo así como la llegada al pueblo de un pistolero revestido de sabiduría, donde esperan que se enfrente a Cayetano Salgado (Carlos Larrañaga), de educación inglesa, socialista y dueño de un astillero, que representa el nuevo poder. Ya se lo advierte doña Mariana Sarmiento (Amparo Rivelles) en su primer encuentro –el otro contrapoder de Pueblanueva–: "Será la primera persona de quien te hablen en el pueblo, antes que de mí, porque a mí me odian, pero a él le temen".
En ese duelo entre los dos bandos (Churruchaos frente a los Salgado), Carlos Deza no querrá verse involucrado. Sin embargo, la atracción que siente por Rosario la Galana, amante de Cayetano, hará que Deza no pueda evitar verse involucrado en un enfrentamiento.
Carlos también se verá atraído por otra mujer: Clara Aldán (Charo López), pobre, con no buena relación con sus dos hermanos y harta de cuidar a su madre alcoholizada. Será ella la que tenga el privilegio de ser invitada un domingo al cine por Carlos Deza. En mi época de juventud, los años ochenta, cuando invitabas a una chica al cine era como una declaración. Sólo la llevabas al cine si ya te habías declarado o se daba por hecho que había algo entre los dos. Raro era ir con una "amiga" sin que hubiera lecturas secundarias sobre las pretensiones de uno. Curiosamente, en aquella época de los años de la República que cubre la novela, también llevar a una mujer soltera no estaba bien visto si no eran novios.
Clara ve la invitación como una oportunidad de acabar siendo la novia o querida de Carlos Deza, una salida a su miseria. Él no entiende la obsesión que tiene Clara por la ropa, pero ella le confiesa que sólo dispone de "unas bragas y una camisa, cosidas y remendadas, ése es todo mi ajuar. Cuando las lavo y tardan en secar, como hoy, hay que aguatar sin ellas, y dormir vestida". Sabe que todas sus desdichas le vienen de tener un cuerpo bonito, y sabe también que si le sucede algo bueno en este mundo, será por lo mismo.
No es extraño que Clara le confiese su mayor deseo, que es el de ir al cine. Está tan cansada que sueña con meterse "allí y ver cómo otros viven y sufren". No sabe por qué eso descansa tanto, y queda una tranquila. Las películas eran así un escapismo ante las vicisitudes de la vida. Clara le relata que en una ocasión un muchacho le invitó y "me dejé llevar, pero, en cuanto apagaron, quiso meterme mano. Es para eso para lo que me quieren".
El domingo en que van Carlos y Clara al cine, la mujer del boticario, doña Lucía, cuidadora de la virtud de las jóvenes vírgenes de Pueblanueva para que no caigan en el pecado, se acerca a Carlos para increparle por la compañía que lleva al cine. "¡Y yo, que había elegido para usted una de mis amigas! Claro que son chicas de las que no van al cine solas con un hombre".
Si a menudo oigo que uno no va al cine por la mala educación de los espectadores, Torrente Ballester describe que en la República la educación no era muy distinta: "El público de las butacas alborotaba. Se tiraban cáscaras de cacahuetes, bolas de papel; se llamaban a voces; los niños de las filas delanteras disparaban flechas, se insultaban o se agredían. Un acomodador (...) daba gritos en vano". La diferencia entre el hoy y el ayer se inclina a favor de esta, pues "sosegaron al apagarse la luz. En la pantalla apareció Gary Cooper, oficial de lanceros bengalíes. Cuando mató, de un tiro, a una serpiente, todos exclamaron: ¡Oooh!". Hoy cuando se apagan las luces, se encienden los móviles...
Por cierto, aunque el autor gallego no lo indica, la película que ven Carlos y Clara es Tres lanceros bengalíes (1935) de Henry Hathaway.
La otra mención a la sala oscura, tiene lugar cuando don Baldomero, el boticario, y su mujer, doña Lucía, invitan a Carlos Deza a ver una película de Jean Harlow. Baldomero le confiesa un día a este que podría ser santo si no fuera por las mujeres. Le gustan con las tetas en punta, bien duras. "Es una especie de obsesión", le revela. Pero el boticario sufre porque se casó con una mujer que "no tiene tetas. ¿Ha visto usted todo ese armatoste que se gasta? Postizo. Me engañó. Me dio el puñetero pego con unos cucuruchos de algodón en rama". Al menos don Baldomero se consuela gracias a la existencia del cine. "No piense que estoy del todo contra el cine", le admite a don Carlos un día. "Mire, en cierto modo, es un remedio. Ahí tiene a mi mujer. Gracias al cine, los domingos por la noche se siente cariñosa. Claro que no piensa en mí, sino en un tío guapo que se llama no sé cómo, pero es igual". Si la mujer de don Baldomero se le arrima, él sabe que a quien se arrima en realidad es al tío guapo del cine. Admite de buena gana, al menos, el adulterio mental.
El día que los tres van al cine, Lucía observa de refilón cómo su marido "tenía los ojos saltones y alargaba hacia adelante el labio superior, mientras clavaba los dedos en el brazo de la butaca". Y el escritor pone en la cabeza de ella una observación sino desternillante sí provocadora de un rictus en la boca del lector: "También eran ganas de engañarse: el brazo de la butaca es duro, y no puede de ninguna manera sustituir a las piernas, o a lo que sea, de Jean Harlow. Pero los hombres son así de ilusos. Van al cine dispuestos a creer que lo que ven es cierto...".
La modernidad en la vida sentimental de Pueblanueva del Conde entra a través de lo que se ve en la pantalla: el cine de Hollywood de los años 30 sin la censura del código Hays todavía. No es extraño que mientras ve la película, doña Lucía se ve sacudida en su moral católica tradicional al ver cómo Jean Harlow quería "divorciarse. ¡La muy pécora! Era de esas que piensan que lo acabado, acabado, y ahí queda eso, como si no hubiera moral". Torrente Ballester en unas pocas líneas nos muestra la hipocresía de la esposa de don Baldomero: ella, una infeliz en su matrimonio, tísica y sin más finalidad en la vida que salvaguardar la moral de las jovencitas del pueblo. Pero cuando ve ante la pantalla todo lo que ella desearía tener, la moral se viene abajo. Jean Harlow, de noche y por las calles de Nueva York, es cogida por la cintura por un galán –que no es su marido– y la besa en la boca. "¡Dios mío, con qué delicadeza!", piensa Lucía. El beso le sacude los nervios hasta la punta de los pies, sintiéndose invadida y arrebatada, "como si el cuerpo de Jean Harlow, todavía abrazada (...), se saliese de la pantalla y envolviese el suyo, lo asumiese y lo llevase consigo, incorporado al beso, al abrazo y a la ternura del galán".
Como dice Gonzalo Torrente, doña Lucía no estaba sentada junto a su marido y Carlos, sino "hecha luz en la pantalla. Sus ojos abiertos sorbían las imágenes que, en su interior, se trasmudaban en vida propia y la hacían reír, llorar, gemir o desvanecerse de dicha. Se olvidó de sí misma".
Así que cuidado si usted todavía es joven y le invitan al cine, puede que encuentre novio o novia o puede que se deshaga en la pantalla. Algo parecido a lo que le sucedía a Mía Farrow mientras veía La rosa púrpura de El Cairo en un cine de Nueva Jersey justamente en 1935, año en el que transcurre una de las mejores novelas españolas del siglo XX.
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