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viernes, 1 de septiembre de 2023

Oppenheimer de Christopher Nolan: la supernova de 2023

OPPENHEIMER, EL HOMBRE Y LA BOMBA

Tengo todavía presente en la memoria el viaje que hice con unos compañeros del Cineclub FAS de Bilbao al Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Era 1989 y contaba con 23 años. Si mal no recuerdo sería viernes o sábado y la única película que dejó huella en aquella escapada era una japonesa de título poético y de mal augurio: Lluvia negra (1989) de Shôhei Imamura. El título alude a las partículas radiactivas procedentes de la explosión de las bombas que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki en los estertores de la II Guerra Mundial. Imamura se centraba en un personaje femenino, Yasuko, que había sido testigo del bombardeo en Hiroshima y que sufriría las consecuencias de esa lluvia radiactiva. Todavía permanece en mi pupila cómo ante el espejo su pelo se caía a mechones consecuencia de la exposición a la radiactividad.

La película era buena, pero en aquella época salir de casa para viajar era algo así como ir a New York (=Donostia), y regresar con la lluvia negra todavía presente en la boca, en la conversación entre compañeros y en el alma, me hacía sentir que no habíamos hecho la mejor elección. Por mucho que mis compañeros la hubieran escogido por haber participado en el Festival de Cannes y por ser… Shôhei Imamura, director del que tan sólo había oído hablar de otra famosa y minoritaria película anterior: La balada del Narayama (1983).

En la década de los 80 del pasado siglo, la posibilidad de una confrontación nuclear estaba muy presente en la opinión pública. No era de extrañar que en ese caldo de cultivo se estrenasen películas como Cuando el viento sopla (1986) de Jimmy T. Murakami, filme de animación sobre un holocausto nuclear y cómo sobrevivir tras ello. Salí del cine con la sensación de que la vida estaba a punto de irse al desagüe por la estupidez del hombre. Yo vivía en Astrabudua y, créanme, las fábricas que nos rodeaban emitían gases y polvo que ríanse de lo nuclear, que, al fin y al cabo, era invisible.

 

Oppenheimer Cartel Christopher Nolan
Cilliam Murphy encarga al personaje Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica.

 

  EL NUEVO PROMETEO ES FÍSICO


La película Oppenheimer (2023) de Christopher Nolan no habla ni de las consecuencias ni de una ucronía (qué pasaría si…), sino del origen: el descubrimiento de la bomba nuclear como arma disuasoria y del devastador ataque de (ciertos) personajes que aspiraban a un cargo en la administración norteamericana contra el que fuera su precursor, Robert Oppenheimer.

Él es el protagonista de la historia y sobre él gira todo el metraje. Físico nuclear americano, profesor en la Universidad de California, en Berkeley, políglota, jinete... en fin, un brillante judío que coqueteó con el comunismo de la época y que cayó en desgracia ante la opinión pública en la época del macarthismo y la caza de brujas... comunistas.

Uno de los aspectos más interesantes y, en mi opinión de mayor acierto en el filme, es el tema de la postura ética del físico cuántico frente a la elaboración del arma: por una parte, colabora a favor de la materialización de la bomba y no rehuye el contacto con sus amigos y colaboradores comunistas norteamericanos; por otra, es fiel a su patria y duda de si el uso de la bomba atómica no provocará “esa reacción en cadena entre países que pondrá en peligro a la humanidad”. La escena del debate sobre el desarrollo de la bomba de hidrógeno y la posibilidad de que los rusos, ya en el inicio de la guerra fría, logren obtenerla con lo que esto supondría es muy emblemática de la postura de Oppenheimer en el Consejo de Seguridad Nacional.

Otra escena clave está en el momento en que han probado el prototipo en El Álamo, poniendo fin al proyecto Manhattan, y se reúne en un auditorio para felicitarse ante sus colaboradores durante esos tres años. Pues bien, Nolan nos hace ver que su alegría está empañada por la duda que le reconcomerá el resto de su vida. Sí, es el artífice de poner fin a la II Guerra Mundial –Alemania ya se había rendido pero quedaba Japón en su extertor– con ese arma letal pero los allí presentes son sacudidos por un viento radiactivo que les arranca la piel de sus cuerpos: son las víctimas, 240.000 como se llega a decir.

La película está estructurada en cuatro bloques: rica descripción de los aspectos más destacados del personaje, todo el proceso de ideación, creación y prueba de la detonación de la bomba; la investigación a que es sometido Oppenheimer en la Comisión de Energía Atómica tras el fin de la guerra; y, por último, la historia de Lewis Strauss (magnífico Robert Downey Jr.), director del Instituto de Estudios Avanzados y cuya ambición le lleva a querer formar parte de la Administración norteamericana previa comparecencia en una comisión en el Congreso americano. Esta última en blanco y negro frente al resto en color, manera de manifestar la crítica al comportamiento de Strauss.

Pues bien, tal vez las cuatro historias por separado no resulten satisfactorias dramáticamente. A mí lo que le pasa a Robert Downey Jr. no me interesa especialmente ni me intriga, y el proceso en la Comisión de Energía sobre si le renuevan o no la acreditación de seguridad es lo de menos.

Pero apunten un nombre, de mujer y que se llevará el Oscar, Jennifer Lame. Ella es la montadora de esta obra de 180 minutos. A parte de la actuación sobresaliente del protagonista, Cillian Murphy, Lame logra con su montaje que, como si fuera una reacción en cadena impredecible para el espectador, las cuatro historias se imbriquen de tal modo, que se retroalimenten en una implosión dramática de efectos verdaderamente exitosos. Son las interacciones "fulminantes" de todos los personajes sobre el núcleo (Oppenheimer) los que logran provocar la emoción y el interés por él. La cámara usa un gran objetivo para retratar el rostro cada vez más demacrado de Cilliam  Murphy a medida que el fiscal interroga a los testigos en la comisión del Consejo Nuclear y no le van dejando en buen lugar.

El espectador que mire el recipiente XXL de palomitas –en el Cine Yelmo de Barakaldo había bastantes– se perderá entre saltos temporales y una riada de personajes que apenas tienen una presencia “testimonial” pero suficiente para la dramaturgia escrita por el propio director basado en una biografía: American Prometheus. Puede parecer extraño que los Kenneth Branagh, Josh Hartnett, Florence Pugh, Rami Malek, Casey Affleck o Gary Oldman se hayan apuntado, pero cómo decir que no al sucesor del nuevo Kubrick del siglo XXI, el británico Christopher Edward Nolan.



 

Otro apunte que no quiero dejar de omitir: es la ausencia de su compositor de cabecera hasta en once colaboraciones, Hans Zimmer. Y he de confesarles que no le he echado de menos, pues su sustituto, Ludwig Göransson, compone una partitura que se encama con la historia a la perfección.

Oppenheimer arranca con una cita sobre Prometeo, personaje mitológico griego, que afirma que robó el fuego y se lo entregó a los hombres y que, por eso, fue castigado por los dioses eternamente. Como introductor del fuego e inventor del sacrificio, Prometeo es considerado como el titán protector de la civilización humana. Ahora Nolan nos descubre un nuevo Prometeo en el siglo XX castigado en vida y que, el director inglés, quiere redimirlo.

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