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domingo, 17 de agosto de 2025

La mujer crucificada (1954) vs Barbie (2024)

 Sororidad vs fraternidad

 

 

Barbie vestida de noche

 

He bajado esta tarde al bar Stop. Son fiestas en Bilbao y pensé que nadie me molestaría para echar unas partidas de petacos. En el Stop todavía hay al fondo a mano derecha, una máquina de pinball. En mis tiempos de mocedad el vocablo inglés no había penetrado nuestras neuronas. Ahora Drake hace estragos allá donde aborda o atraca.

Saludo a Cecilia, como siempre detrás de la barra. No hay ni rictus de sonrisa. Aunque le clavaran con chinchetas las comisuras de los labios a los mofletes, seguiría sin sonreír. Y eso que no es vasca. De espaldas, sentado en una mesa, me topo con uno de la cuadrilla: Mendieta, el filósofo. Sabe de todo, sabe de nada. Y aburre.

Introduzco la moneda por la ranura. Sale la bola, estiro el tirador y sale lanzada la bola al tablero. Veo a Mendieta con el rabillo del ojo con varias cuerdas sobre la mesa donde está sentado. «¿Qué estás tramando, Mendi?», le pregunto a modo de saludo. Se levanta y se pone a mi lado.

—Estoy preparando nudos de cuerdas pues voy al monte mañana —me comenta.

—¿Con el club de montaña o con tu mujer?

La bola se engancha en un tuya mía entre varias setas del tablero y acaba viniendo recta hacia los petacos. Directa al sumidero. Mendieta me ha respondido pero no le pongo atención. Saco la segunda bola pensando en que voy a tener que hacer una buena partida para lograr otra gratis.

—Ayer traté de ver Barbie de Greta Gerwig —me comenta tratando de atraer mi atención—. La tenía desde hace tiempo pendiente.

—¿Y? —le pregunto mientras lanzo la bola por el pasillo del molinillo, buscando que gire y puntúe.

—Que no pude pasar de la media hora. El arranque es un guiño a 2001, una odisea del espacio. Hay unas niñas que juegan a muñequitas y en lugar de un monolito descubren a una Barbie. ¿Te acuerdas del mono que con  un hueso rompe unos restos de animales habiendo logrado así un paso evolutivo en la humanidad al concebirlo como una herramienta? Pues aquí la niña lista, con gafitas por supuesto y aspecto de triturar a los hombres, rompe los jueguecitos tradicionales con su muñeca hasta que la lanza al espacio. Mientras que Barbie, en traje de baño y en pose de modelo, observa monolíticamente la escena con risa de cristal esmerilado. La mujer ha evolucionado, ha espabilado.

—¡Cecilia, ponme un gin-tónic, quieres? —exclamo mientras veo la segunda bola pasar por el pasillo exterior directo al desagüe.

Mendieta tenía un defecto: que si le dejas hablar sin interrumpirle podría estar horas y horas. Puedo imaginármelo como si el nivelador de las patas de la máquina estuviera de tal manera que el tablero no estuviera inclinado. La bola podría estar dando tumbos por el tablero sin que cayera al sumidero por estar nivelada. Mendi, era igual: horizontalidad en el tono del habla. 

—¿Sabes qué es la sororidad? —me pregunta retóricamente—.  Es curioso cómo se han de inventar palabras para definir realidades sociales nuevas. Viene de, ¡cómo no!, del latín soror, que significa hermana. Así que la sororidad se demuestra en la solidaridad solo entre mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento. Y eso es Barbie. Así que el vocablo fraternidad no les vale. Porque creen que es de uso exclusivo para los hombres. Sin embargo, la fraternidad aunque se defina como amistad o afecto entre hermanos o entre quienes se tratan como tales, incluye también a las mujeres. Hasta ahora. Pues para algunas feministas no es así y ante esta lucha contra el heteropatriarcado necesitan una palabra que designe esta nueva realidad social. Pero, ¿realmente es una realidad nueva? 

Como acto reflejo de la parrafada que escuchaba como hilo musical del Stop, recordé al director japonés Kenji Mizoguchi y una de sus películas: La mujer crucificada rodada en 1954. La acababa de ver ayer. Se narra la vida de Yukiko, una estudiante que vuelve a donde su madre tras un intento de suicidio en Tokio por un desengaño amoroso. La madre, la viuda Hatsuko, regenta una casa de geishas y pretende a un doctor llamado Matoba que suele visitarlas. Sin embargo, Matoba empieza a sentir atracción por Yukiko, su hija.

Los pensamientos fueron interrumpidos por Cecilia que me traía el gin-tonic. Ahora estaba en disposición de jugar la tercera, última y decisiva bola. Accioné el tirabolas con templanza, en un empeño vano de que al ir suave la bola caería más tarde a la zona de riesgo.

—Margot Robbie es la Barbie —continúa por su parte el filósofo Mendieta a mi lado—. Vive en un mundo ideal. No tiene que hacer la cama, cuando se ducha el pelo no se moja y cuando desayuna las tostadas salen del tostador sin preocuparse previamente de meterlas. Desciende con sus taconazos por el aire directa al descapotable y saluda sororamente a todas sus convecinas mientras conduce. Es Barbilandia, una utopía. ¿Y sabes qué...? 

—Que Ken es un idiota —auguro, mientras veo que la bola entra en un pozo y sale despedida hacia abajo. Logro salvarla con el petaco izquierdo y sube de nuevo, allá entre las setas. 

—¡Que no necesita de los tíos porque no tiene vagina! Pero sí, Ken es un idiota porque la pretende constantemente. Babea, suspira y chochea por ella.

 

Ken no encuentra lo que busca

 

 En la obra de Mizoguchi, como en general en gran parte de su filmografía que se conserva, pues tras la II Guerra Mundial el 70% de sus películas se quemaron, se centra en desarrollar en la pantalla su pasión por la intimidad femenina. ¡Y cómo no iba a hacerlo si creció en la más absoluta pobreza y presenció la venta de su hermana mayor para convertirla en geisha! Después de abandonar la escuela a los 13 años para trabajar en un hospital y a los 17, tras la muerte de su madre, se marchó a vivir con su hemana geisha. Eso pienso mientras juego y hago que escucho a Mendieta, el filósofo.

—Pero la utopía se resquebraja. A Barbie le empiezan a salir los problemillas típicos de las mujeres cuando envejecen, empezando con que sus pies ya no resisten los afilados y estilizantes zapatos de tacón. Aunque luego vendrán las varices y la cirugía, las canas y su teñido, las arruguitas y sus cremas... Y por una confusa razón ha de ir al mundo paralelo de la realidad para parar ese fenómeno raro en el mundo rosa de Barbilandia. Y ahí ya no pude con Barbie, la verdad. Empezó a desinteresarme el mundo real. Será porque me resulta insufrible y muy alejado ya. —A lo que asentí con la cabeza.

Lancé la bola de tal modo que volvió a meterse en un pozo y obtuve unos buenos puntos para el marcador. Salió y rebotó en varias setas hasta que se introdujo por pasillo con pasador. Afronté el destino de la bola cayendo. Era la tercera y eso me llevó a pensar por asociación en el triangulo entre la viuda Hatsuko, su hija y el doctor Matoba. La madre cree que su affaire con él sigue adelante, por eso le propone visitar una casa para transformarla en una clínica de maternidad, para lo cual Hatsuko ha de vender la suya, donde está el negocio de las geishas. Tras haber ido a ver una, Hatsuko, sentada junto a él a la orilla de un río, le dice: "Sabes, si viviera en esa casa y me llamaran esposa, yo también sería feliz". La indirecta no la capta Matoba, pues ha puesto el ojo en la hija Yukiko.  Posteriormente, los tres acuden a una obra de teatro. Allí Hatsuko descubre con amargura y dolor los planes del doctor y su hija: ambos planean ir a Tokio donde hay más probabilidades de prosperar y llevar una vida juntos. Aún así, la madre se sacrifica ofreciéndoles un dinero para su viaje. Sin embargo, el descubrimiento por parte de la hija del affaire entre viuda y doctor, hace que aquella no quiera seguir con su noviazgo, pues cree que el doctor ha obrado de mala fe con su madre ignorando los sentimientos de esta. 

Hatsuko, tras la marcha del doctor abandonando a ambas, cae enferma. Tal vez el desamor antes tenía más incidencia en la mujer, pues no estaba empoderada, sino a merced de la economía del hombre. Ellas afrontan la melodramática situación haciendo piña y agarrándose a lo único que les da independencia: la mancebía de geishas. Además, Mizujiro ya se encarga de mostrarnos que la madame es capaz de ser condescendiente con ciertas geishas que regresan tras ver abortado sus planes de casorio con algunos clientes desaprensivos. Sororidad aunque no existiese el vocablo. 

—¿No crees que eso es sororidad entre mujeres? —me descubro haciendo la pregunta en voz alta.

Mendieta me mira sin saber de qué le estoy hablando. Cojo el cubata, doy un rápido sorbo y me dispongo a darle con el petaco a la bola. Sube de nuevo, pero sé que volverá. Es su destino.

Recuerdo el diálogo del final de la obra de Kenji Mizoguchi entre madre e hija:

Madre: —Lamento causarte molestias a ti también, hija. Ahora me detestas, ¿no es cierto?, después de hacerte sufrir tanto.

Hija: —No digas eso. Las dos hemos sido víctimas de lo mismo, ¿no crees?

Madre: —¿Víctimas? Sí, en cierto modo, puede decirse así. Aunque tú ya habías pasado por esto.

Hija: —Cierto, en los asuntos del amor puede decirse que tengo algo más de experiencia que tú. Eso es verdad. ¡Ya no soy una niña!

Madre: —Así es. Has visto cómo funciona el mundo y has aprendido de ello.

Hija: —Pero un mundo que te obliga a encajar esos golpes me repele. 

Madre: —Bueno en cierto modo vivir significa padecer sufrimientos. Es inevitable que no nos guste. Creo que con lo que le ha sucedido a tu madre, se ha retrasado tu viaje a Tokio. Lo siento.

Hija: —Da igual, tranquila. Cuando hoy me he sentado en la recepción, he tenido una sensación extraña: me he estremecido. He sentido que ese era el lugar en el que había estado sentada toda mi vida y que quedarme sentada allí de ahora en adelante era lo que me correspondía. De tal palo, tal astilla, dicen.

Madre: —Es cierto. La verdad es que has estado sentada en ese lugar desde que te llevaba en mi vientre. 

La bola pasó por el pasillo interior y acabó ante el petaco derecho. Lancé la bola, chocó con uno de los pirulos y salió hacia abajo con si le hubieran tocado el culo. Acabó en el sumidero. Miré el marcador: me había quedado a cien puntos de lograr bola extra. Lejos todavía de una nueva partida extra.

Me quedé mirando la chica en bikini de la pantalla que parecía hacerme ojitos — o eso me parecía a mí —mientras reflexionaba: en La mujer sacrificada no hay un Ken sino muchos pero retratados con más humor, elegancia y respeto que seguramente en Barbie. No hay ninguno que se salve, ninguno positivo que se decía entonces ya que todos tratan de sacar partido de su posición dominante (la económica, con gentileza o por su status social) frente a las mujeres.  

Mendieta miró la copa de gin-tonic y me dijo: "¿Te has dado cuenta de que está inclinada?". "Bueno", le dije, "es normal pues está sobre un tablero inclinado, lo habitual en las máquinas de petacos, ¿no?". "Ya, pero además está inclinada un poco hacia la derecha", me suelta. Nos miramos y concluimos que Cecilia lo hacía para que la bola cayera hacia el lado donde menos puntos se conseguía con esa inclinación. Las partidas así serían más cortas y más gente podría jugar no habiendo manera de "quemar la máquina" como se decía entonces.

—Menos mal que nos queda la camaradería —me suelta Mendieta mientras sonríe. —¿Se lo dices tú o se lo digo yo?

—¡Ceciliaaaaa, que no te pago el cubata!

Tras haber salido del Stop, el filósofo Mendieta me comenta: 

—Sabes que la palabra original inglesa "pinball" se ha adaptado a la regla ortográfica española escribiéndose pimball, ya que delante de "B" o "P" siempre va una "M". El término pimball se encuentra muy extendido tanto en publicaciones del sector como en flyers y su género no está definido

—¿No está definido? 

—No. He visto que existen referencias en femenino, la pimball, como en masculino, el pimball.

—Mira, Mendieta. Me quedo con los modelos de Barbie de antaño. Eso, sin duda alguna, era femenino, femenino. Aunque pocas veces he visto barbies por las calles de Astrabudua.

—Sí, y las que había se han ido de aquí. 

Trataré de ver entera Barbie, aunque he leído el comentario de una espectadora que la ha visto que me quitan las ganas de verla: 

Una falta de respeto a todos estos años que llevamos luchando por la igualdad de género sin tener que pisotear al otro. De verdad, que paren con la cansina guerra de sexos da una vez.  

domingo, 10 de agosto de 2025

The Sleeper. El Caravaggio perdido

 ¿La Bella Durmiente es un sleeper?

 

Cartel del documental de Javier Longoria estrenado el 13 de mayo 2025

 

Imagine que un buen día, usted, que ya peina bastantes canas y vive en el barrio adinerado de Salamanca de Madrid, decide que la casa en la que vive se hace bastante grande para la vida que le queda. Sus hijos ya han abandonado el nido y escucha en estéreo cada pisada dada por el laaargo pasillo que le conduce al baño. Imagine que usted decide comprar un pisito más pequeño, donde el paseo desde la cocina al salón no suponga un esfuerzo de maratón. 

¿Y qué hacer con ese cuadro que ha presidido comidas, meriendas y cenas durante tantos años en la familia de rango abolengo? Que dice el padre, o el abuelo, que siempre ha sido un cuadro "bueno". Antiguo y "bueno". Pero bueno, ¿por qué? Porque lo ha pintado un buen pincel. Pero no sabemos a ciencia cierta, como tantas veces pasa en la vida cuando nada se documenta y se pasa la información de forma oral, que un buen día alguien ya no recuerda de dónde vino, cómo vino y, lo más importante, quién lo pintó.

Y ahí está el cuadro en la pared: una escena en la que se ve a Cristo con una corona de espinas; delante de él a Poncio Pilatos que apoyado en una barandilla indica con las manos un "he aquí el hombre" (Ecce homo); detrás de Cristo un esbirro le retira (¿o le pone?) un manto rojo. La escena religiosa es harto famosa pues en ella Pilatos se lava las manos.

Los dueños del cuadro (metro once cm de alto por 86 cm de alto) deciden embalarlo y circunstancialmente acaba en la casa Ansorena de Madrid, una de las casas de subastas de arte y joyería más importantes (su página web dixit) del país. Y como tal el cuadrito de la familia de rango abolengo es registrado en su catálogo con la descripción: "Círculo de José de Ribera (s. XVII). La coronación de Espinas. Óleo sobre lienzo". El precio de salida es de 1500 euros. Y sin marco, pues o bien la familia o bien la propia casa lo ha vendido previamente. Un precio asequible para los que viven de la RGI si quisieran invertir en arte.

Y, claro, todo marchante que se precie no ojea ni hojea los catálogos de arte, sino que los examina, supervisa, controla o/y vigila si en alguno aparece un sleeper. O sea, una obra de un autor de relumbrón que lleva durmiendo en el anonimato décadas o cuya autoría ha sido asignada a un segundón o a un don nadie por tratarse, tal vez, de una copia. 

Así que alguien ve la imagen de esa Coronación de Espinas y empieza a sospechar que del Círculo de José de Ribera, nada de nada. Que más bien tiene pinta de un Caravaggio, ese pintor escandaloso del siglo XVI al XVII que trabaja directamente sobre el lienzo, sin bosquejar siquiera los personajes, encarcelado por lo que hoy se denomina pedofilia y posteriormente desaparecido en una playa de Roma, quizá asesinado como el cineasta Pier Paolo Pasolini. ¡La apoteósis en pintura de lo que se llamará, más tarde, el arte barroco!

De modo que los mensajes de whatsapp y las imágenes del cuadro por correo electrónico rulan por todos los teléfonos marca Iphone de todos los marchantes de arte que se precien. Y salen cuales galgos directos a la presa desde Roma, París, Londres o de Madrid a la Casa de Ansorena. ¡Un millón de euros! ¡Yo ofrezco tres! ¿Por trescientos millones de euros me lo venderías? Despacio, despacio, que el precio de salida son 1.500 euros, no 1.500.000 de euros.

Así que la familia se queda patidifusa. ¡Un Caravaggio en el salón de mi casa!, exclama la hija mayor, la mediana y la más pequeña, la madre y la señora con cofia que lleva en el servicio 20 años en la familia de rango abolengo del barrio de Salamanca, y que siempre miró con desdén la escena. 

Cuando uno se encuentra con un sleeper, lo más probable es que acabe perdiendo la cabeza, como Juan el Bautista. Primero, ¿estamos seguros de que es un Caravaggio? Se ha  de llamar a los expertos en pintura del Barroco italiano. ¿Y qué van a decir ellos, que cobran un pastón por certificar esto o lo otro? Sí, es verdad que se juegan su prestigio, pero ¿hasta qué cantidad de euros, dólares o petrodólares tienen adjudicado su prestigio y honradez?

Además, el cuadro está deteriorado y hay que restaurarlo. Se llaman a los prestigiosos restauradores de... Italia, ¡cómo no! ¡Y tras casi un año los dueños pueden ver el cuadro "Ecce Homo" por fin en su restauración definitiva en la galería de arte Colnaghi!

De alguna manera, toparse con un sleeper es como una versión del cuento de la Bella Durmiente. Hay un destino como si fuera un hada que en lugar de acabar en la muerte (cubo de basura, incendio o deterioro irreversible), el cuadro, o sea, la Bella durmiente cae en un sueño mágico hasta que un príncipe (en este caso un marchante o experto en arte) le dé un beso (le ponga el ojo experto) y despierte a la vida (acabe en un casa de subasta para que un adinerado lo ponga en su pared para regocijo suyo y de las visitas).

Ahora toca venderlo. Pero, claro, con el Ministerio de Cultura de España nos hemos topado. Se declara BIC: no el bolígrafo de punta fina, punta cristal, dos escrituras a elegir, sino Bien de Interés Cultural. Eso significa que el cuadro no puede salir de España.

Así que el precio ha de bajar para aquel que tenga pasta (liquidez, dirían los economistas de Harvard).  

Todo esto se narra en el documental The Sleeper. El Caravaggio perdido de Álvaro Longoria que he visto con agradable compañía femenina en los Golem de Bilbao. Longoria es un documentalista cuya obra con más repercusión fue Hijos de las nubes. La última colonia (2012) sobre la situación política del norte de África y la responsabilidad de las antiguas potencias occidentales en esa zona.

The Sleeper está narrado con cierto aire de thriller, aunque al final el espectador se queda sin saber ni quién lo compró definitivamente ni a qué dineral llegó el acuerdo con la familia de rango abolengo madrileña del barrio de Salamanca. 

He mirado a ver cuántas obras del pintor italiano se conservan. La inteligencia artificial me responde que se conservan menos de 80 pinturas de Caravaggio, aunque se le atribuyen otras más en medio de debates. En el documental, se comenta que hay dos maneras de tratar de averiguar si un obra artística pertenece a un autor o no: una mediante el estudio del estilo con que ha sido pintado; el segundo mediante un estudio documentado de la procedencia de la pintura. Si las dos coinciden, pues lo más probable es que haya un mayor consenso entre la comunidad de marchantes, galerías de subastas e historiadores de arte. Eso añadirá ceros a la hora de subastarla en Sotheby's, Christie's o Bonhams, por poner ejemplos conocidos.

Al final del documental se indica que el Caravaggio perdido ha sido cedido indefinidamente al Museo del Prado de Madrid y que no se sabe quién lo ha comprado, aunque en la wikipedia osan afirmar que "actualmente pertenece a un coleccionista británica con residencia en España”. Otra vez la Pérfida Albión dando por culo, ¿o esta vez no?

 

 

domingo, 3 de agosto de 2025

La buena letra

 La buena letra con el arte entra

 

Renuncia a narrar los grandes acontecimientos históricos para prestar atención a lo íntimo y cotidiano.

 

 He montado en la estación de Moyúa de Bilbao de regreso a casa. Me espera un largo recorrido de 45 minutos. Si la jornada laboral no ha sido muy cansina, aprovecho el tiempo para la lectura. ¡A saber cuántos libros habrán sido devorados en estos años laborales de este modo! Sin embargo, si he dormido mal o los clientes me han dado la turra en demasía o un dolor de estómago se ha desencadenado, me dedico a observar el paisaje, a los pasajeros en derredor o a cerrar los ojos imaginándome un futuro más risueño.

Sentadas frente a frente, tengo a una madre e hija. Esta última se llama Irene; de la madre sólo puedo describirla: cuarentona, de camino a esa edad del medio siglo, donde la gordura se dirigirá a esas zonas en que nadie la quiere y escapa de donde debería permanecer, todavía de labios apetitosos, ataviada con un florido vestido con escote en V, piernas delgadas y bien torneadas, algo de maquillaje y pelo largo oscuro. 

Observo que la madre lleva entre sus manos un libro titulado La buena letra, cuyo autor logro distinguir: Rafael Chirbes. Irene, en cambio, mira el móvil con voracidad. Esta es la conversación que, más o menos, he logrado recordar entre ellas.

—Ya he acabado.

—¿Cómo? —pregunta Irene quitándose los auriculares y despegando la vista del móvil.

—Que he finalizado La buena letra. Te lo recomiendo porque es literatura de mucha calidad, aunque es muy triste.

El arranque así lo augura. «Hoy ha comido en casa y, a la hora del postre, me ha preguntado si aún recuerdo las tardes en que tu padre y tu tío se iban al fútbol y yo le preparaba a ella una taza de achicoria. He pensado que sí, que después de cincuenta años aún me hacen daño aquellas tardes. No he podido librarme de su tristeza». 

— ¿De qué trata, mamá?

— Es la historia de Ana que le cuenta a uno de sus dos hijos las pequeñas miserias de su vida con su marido, Tomás, Antonio, hermano de éste e Isabel, su cuñada, que se cree más que los demás por haber acompañado a unos marqueses valencianos a Inglaterra siendo criada, y fuente de muchos males en la familia... como la Guerra Civil.

—Pues contado así, no me apetece su lectura.

—La guerra es telón de fondo, hija. Lo importante son los personajes y sus vicisitudes. Ah, y cómo está narrado... y escrito. Los capítulos son como postales, pues en poco espacio uno ha de escribir lo sustancial.

Chirbes apenas la nombra: es como una sombra que les acompaña. «¿Decir que fue puro o limpio el miedo? Ni la muerte ni el miedo son limpios. Aún guardo la suciedad del miedo de los tres años que tu padre se pasó en el frente...», rememora. 

—Ana, la madre, cuenta a su hijo los recuerdos. Él es tan sólo oyente en el presente de todas las miserias, alegrías, sufrimientos e ilusiones perdidas de su madre. Y el lector pega la oreja.

Como hago yo con ellas. Es una fórmula que siempre aviva el interés. Dos charlan y un tercero está presente pero sin inmiscuirse en la conversación íntima. Asistes a la confidencia sin permiso, como si te quedaras al lado de un confesionario y descubrieses a tu vecina ahí de rodillas. Ella que nunca ha sido creyente.

—Tú, hija, no te ha tocado vivir en un tiempo de zozobra. 

—Aprobar el acceso a la universidad, ¿no te parece mayor zozobra, ama?

—No me refiero a eso, Irene. Yo te hablo de no saber si tu padre volverá a casa a cenar o ir a ver a tu tío, si estuviera en la cárcel, sin saber si lo hallarás con vida. Vuestras preocupaciones, siendo serias, no tienen ni comparación con las penalidades de la generación de Ana en la novela.

«Rumores de fusilamientos que sólo a veces se confirmaban, pero que siempre hacían daño (...). Aprendimos la suciedad del miedo», escribe Chirbes, cuenta a su hijo Ana.

El metro para en Astrabudúa. Por un momento, pienso en bajar y tomar algo en el bar Stop. Pero no puedo dejar de asistir a la conversación entre madre y su hija Irene. Me quedo pensando por un momento en la expresión la suciedad del miedo. Y sonrío, pues cada vez que lo he sentido me he cagado literalmente. No sé si Chirbes se refiere a esa suciedad. Supongo que es más figura literaria, una sinestesia o así.

—Además, hay un aspecto en la novela que a papá le gustaría mucho si la leyese —le comenta la madre. Y prosigue—: Chirbes recurre mucho a citar el cine a lo largo de la narración. La primera vez que lo menciona Ana comenta que...

 «Las tardes de domingo me gustaba visitar a mi madre y luego me iba al cine con tu hermana, pero desde que llegó ella [su cuñada, Isabel] cada vez pude cumplir mis deseos con menos frecuencia. El cine le parecía una cosa chabacana».

—¿Chabacana? —preguntó Irene.

—Sí, vulgar, ordinario. La esnob de la cuñada prefería una obra de teatro o un buen concierto, pero el cine... «con toda la gente del pueblo metida en ese local espantoso», decía. Eran los tiempos en que seguía siendo un espectáculo popular para las clases más humildes.

 —Pues ahora apenas nadie va al cine. Bueno, sólo para ver las de terror y las de superhéroes.

—En la postguerra, Irene, la gente se metía en el cine porque allí al menos se aguantaba el frío. 

En esos momentos, quise participar en la conversación, pero mi timidez endémica me lo impidió. Iba a decir que acababa de leer otra magnífica novela, El gran Gatsby, en la que uno de los protagonistas sugiere ir a los grandes cines de la calle 50 de Nueva York puesto que son frescos. Cambian de idea y se llega al clímax saltando todo por los aires. Me preguntaba qué habría pasado si Scott Fitzgerald les hubiera hecho entrar en uno de ellos. Llegamos a la estación de Aiboa. Y la conversación prosigue.

—El cine era barato, más que encender el brasero. Pero Ana y su marido Tomás, que es republicano no pueden. 

—¿Por qué? —pregunta la hija.

—Porque al final de la película sonaba el Cara al sol y a Tomás le repugnaba tener que ponerse en pie con el brazo en alto.

—¿Como nosotras cuando entraba la directora y nos poníamos de pie en el colegio?

Su madre me miró por primera vez, mientras hacía un mohín alzando los ojos como diciendo con ironía: "Lo mismo, hija mía, lo mismito". Y sonreímos con complicidad.

—El paso del tiempo también afecta a las salas y en la novela así lo refleja el autor —continúa la madre.

 «Ahora, las películas ya eran habladas y el piano permanecía silencioso al pie de la pantalla, sin que nadie se ocupase de hacerlo sonar. Yo le hablaba a tu hermana de los tiempos de antes de la guerra y del sonido de eso que a ella le parecía un mueble, un armario o algo así, y que nunca había tenido ocasión de escuchar», escribe Chirbes, le cuenta a su hijo Ana.

—Para ti, Irene, haber estudiado solfeo y algo de piano ha sido muy fácil. Pero la hija de Ana se tuvo que conformar con la visión que tuvo un día al pasar por una casa elegante de la que salía el sonido de un piano. Al poco descubriría que el piano tenía la tapa levantada y por dentro le pareció que había fichas de dominó puestas en fila.

Pero Chirbes no nos deja que esa sonrisa que aflora en el lector ante la ocurrencia de la niña permanezca, porque dos párrafos después nos envuelve con esa desesperanza que reina en el relato de los sueños incumplidos: «Una vez me enseñó [tu hermana] sus manos estropeadas y me dijo con una sonrisa triste: "¡Y yo que de pequeña quería ser pianista!". A veces me acuerdo de sus palabras, cuando la veo incapaz de salir de esa burbuja a la que la vida la ha condenado, teniendo un hijo tras otro».

—Ama, tú te crees que todo ha sido para mí de color de rosas. ¡Que se ponga a estudiar piano una hora al día! —se queja Irene harta de la comparación desfavorable a ella de los tiempos pasados que hace su madre.

Se levantan y se disponen a salir en Bidezabal. Tan sólo escucho ya: 

—La cuñada es la peste de la familia: ambiciosa, arrogante, manipuladora y más falsa que un duro de madera. Se ponía como loca cuando su marido y su cuñado venían de ver el fútbol algo ya achispados. Decía que no podía soportar esa vulgaridad, su estúpida falta de ambición. ¡Y mira ahora, las mujeres jugando al fútbol!

Y Chirbes dispara en ese momento a quemarropa haciéndola decir a la cuñada: «¿No se da usted cuenta de que nos están condenando a fregar cazuelas el resto de nuestras vidas?». Pero Ana no quiere entenderla, pues después de todo lo que había pasado, «la felicidad era exactamente lo que tenía, incluidos los sueños que el cine les prestaba».

El metro siguió su curso hacia Plentzia. No sé si a Irene le convencería las palabras de su amatxu para leer La buena letra. A mí me vino la fantasía de pensar por un momento que yo podría ser el padre de esa familia y que, a la llegada a casa, me estaría esperando ese libro a modo de regalo sobre la mesita del vestíbulo.

Con el tiempo, descubriría algo en la obra de Chirbes que también a mí me ha ocurrido durante estos años de idas y venidas en el metro de Bilbao. Cuando Ana y Tomás descubren por carta que el hermano de este, Antonio, está preso en una cárcel, semana después irán a verle empezando así el calvario de los viajes en tren. «Viajar hoy desde Bovra a Mantell resulta fácil, pero entonces había que hacer transbordos, pasar horas y horas en andenes abandonados en los que el viento barría las hojas secas y los papeles, sufrir el traqueteo interminable de aquellos vagones de madera repletos de mujeres enlutadas y silenciosas». Sin embargo, poco tiempo después las cosas mejoran y el mismo viaje «era más soportable. Seguían la incomodidad de los trenes, las largas esperas, las paradas arbitrarias e interminables, el agotamiento, pero aquel deshielo que parecía haberse producido en nuestra casa también parecía afectar a los demás». Ana se sorprendía en algunos momentos del trayecto contemplando el paisaje, descubriendo los lugares que el tren recorría y se adormecía con el calor del sol.

Chirbes viene a indicar que los viajes de Ana en aquellos trenes eran emocionales. Recuerdo aquella ocasión en que yendo al trabajo después del duelo por la muerte de mi ama, me sorprendió ver la ventanilla con ciertas gotas de lluvia. Al salir del vagón a mi llegada a Moyúa, descubrí que la ventanilla estaba seca. No llovía aún siendo febrero. Eran en mis ojos donde había llovido. Entonces me uno al recuerdo de Ana cuando afirma: «Qué tiempos más bonitos, cuando estábamos todos juntos y nos reíamos y no nos faltaba lo indispensable».


 

 

 

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