Sororidad vs fraternidad
Barbie vestida de noche |
He bajado esta tarde al bar Stop. Son fiestas en Bilbao y pensé que nadie me molestaría para echar unas partidas de petacos. En el Stop todavía hay al fondo a mano derecha, una máquina de pinball. En mis tiempos de mocedad el vocablo inglés no había penetrado nuestras neuronas. Ahora Drake hace estragos allá donde aborda o atraca.
Saludo a Cecilia, como siempre detrás de la barra. No hay ni rictus de sonrisa. Aunque le clavaran con chinchetas las comisuras de los labios a los mofletes, seguiría sin sonreír. Y eso que no es vasca. De espaldas, sentado en una mesa, me topo con uno de la cuadrilla: Mendieta, el filósofo. Sabe de todo, sabe de nada. Y aburre.
Introduzco la moneda por la ranura. Sale la bola, estiro el tirador y sale lanzada la bola al tablero. Veo a Mendieta con el rabillo del ojo con varias cuerdas sobre la mesa donde está sentado. «¿Qué estás tramando, Mendi?», le pregunto a modo de saludo. Se levanta y se pone a mi lado.
—Estoy preparando nudos de cuerdas pues voy al monte mañana —me comenta.
—¿Con el club de montaña o con tu mujer?
La bola se engancha en un tuya mía entre varias setas del tablero y acaba viniendo recta hacia los petacos. Directa al sumidero. Mendieta me ha respondido pero no le pongo atención. Saco la segunda bola pensando en que voy a tener que hacer una buena partida para lograr otra gratis.
—Ayer traté de ver Barbie de Greta Gerwig —me comenta tratando de atraer mi atención—. La tenía desde hace tiempo pendiente.
—¿Y? —le pregunto mientras lanzo la bola por el pasillo del molinillo, buscando que gire y puntúe.
—Que no pude pasar de la media hora. El arranque es un guiño a 2001, una odisea del espacio. Hay unas niñas que juegan a muñequitas y en lugar de un monolito descubren a una Barbie. ¿Te acuerdas del mono que con un hueso rompe unos restos de animales habiendo logrado así un paso evolutivo en la humanidad al concebirlo como una herramienta? Pues aquí la niña lista, con gafitas por supuesto y aspecto de triturar a los hombres, rompe los jueguecitos tradicionales con su muñeca hasta que la lanza al espacio. Mientras que Barbie, en traje de baño y en pose de modelo, observa monolíticamente la escena con risa de cristal esmerilado. La mujer ha evolucionado, ha espabilado.
—¡Cecilia, ponme un gin-tónic, quieres? —exclamo mientras veo la segunda bola pasar por el pasillo exterior directo al desagüe.
Mendieta tenía un defecto: que si le dejas hablar sin interrumpirle podría estar horas y horas. Puedo imaginármelo como si el nivelador de las patas de la máquina estuviera de tal manera que el tablero no estuviera inclinado. La bola podría estar dando tumbos por el tablero sin que cayera al sumidero por estar nivelada. Mendi, era igual: horizontalidad en el tono del habla.
—¿Sabes qué es la sororidad? —me pregunta retóricamente—. Es curioso cómo se han de inventar palabras para definir realidades sociales nuevas. Viene de, ¡cómo no!, del latín soror, que significa hermana. Así que la sororidad se demuestra en la solidaridad solo entre mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento. Y eso es Barbie. Así que el vocablo fraternidad no les vale. Porque creen que es de uso exclusivo para los hombres. Sin embargo, la fraternidad aunque se defina como amistad o afecto entre hermanos o entre quienes se tratan como tales, incluye también a las mujeres. Hasta ahora. Pues para algunas feministas no es así y ante esta lucha contra el heteropatriarcado necesitan una palabra que designe esta nueva realidad social. Pero, ¿realmente es una realidad nueva?
Como acto reflejo de la parrafada que escuchaba como hilo musical del Stop, recordé al director japonés Kenji Mizoguchi y una de sus películas: La mujer crucificada rodada en 1954. La acababa de ver ayer. Se narra la vida de Yukiko, una estudiante que vuelve a donde su madre tras un intento de suicidio en Tokio por un desengaño amoroso. La madre, la viuda Hatsuko, regenta una casa de geishas y pretende a un doctor llamado Matoba que suele visitarlas. Sin embargo, Matoba empieza a sentir atracción por Yukiko, su hija.
Los pensamientos fueron interrumpidos por Cecilia que me traía el gin-tonic. Ahora estaba en disposición de jugar la tercera, última y decisiva bola. Accioné el tirabolas con templanza, en un empeño vano de que al ir suave la bola caería más tarde a la zona de riesgo.
—Margot Robbie es la Barbie —continúa por su parte el filósofo Mendieta a mi lado—. Vive en un mundo ideal. No tiene que hacer la cama, cuando se ducha el pelo no se moja y cuando desayuna las tostadas salen del tostador sin preocuparse previamente de meterlas. Desciende con sus taconazos por el aire directa al descapotable y saluda sororamente a todas sus convecinas mientras conduce. Es Barbilandia, una utopía. ¿Y sabes qué...?
—Que Ken es un idiota —auguro, mientras veo que la bola entra en un pozo y sale despedida hacia abajo. Logro salvarla con el petaco izquierdo y sube de nuevo, allá entre las setas.
—¡Que no necesita de los tíos porque no tiene vagina! Pero sí, Ken es un idiota porque la pretende constantemente. Babea, suspira y chochea por ella.
Ken no encuentra lo que busca |
En la obra de Mizoguchi, como en general en gran parte de su filmografía que se conserva, pues tras la II Guerra Mundial el 70% de sus películas se quemaron, se centra en desarrollar en la pantalla su pasión por la intimidad femenina. ¡Y cómo no iba a hacerlo si creció en la más absoluta pobreza y presenció la venta de su hermana mayor para convertirla en geisha! Después de abandonar la escuela a los 13 años para trabajar en un hospital y a los 17, tras la muerte de su madre, se marchó a vivir con su hemana geisha. Eso pienso mientras juego y hago que escucho a Mendieta, el filósofo.
—Pero la utopía se resquebraja. A Barbie le empiezan a salir los problemillas típicos de las mujeres cuando envejecen, empezando con que sus pies ya no resisten los afilados y estilizantes zapatos de tacón. Aunque luego vendrán las varices y la cirugía, las canas y su teñido, las arruguitas y sus cremas... Y por una confusa razón ha de ir al mundo paralelo de la realidad para parar ese fenómeno raro en el mundo rosa de Barbilandia. Y ahí ya no pude con Barbie, la verdad. Empezó a desinteresarme el mundo real. Será porque me resulta insufrible y muy alejado ya. —A lo que asentí con la cabeza.
Lancé la bola de tal modo que volvió a meterse en un pozo y obtuve unos buenos puntos para el marcador. Salió y rebotó en varias setas hasta que se introdujo por pasillo con pasador. Afronté el destino de la bola cayendo. Era la tercera y eso me llevó a pensar por asociación en el triangulo entre la viuda Hatsuko, su hija y el doctor Matoba. La madre cree que su affaire con él sigue adelante, por eso le propone visitar una casa para transformarla en una clínica de maternidad, para lo cual Hatsuko ha de vender la suya, donde está el negocio de las geishas. Tras haber ido a ver una, Hatsuko, sentada junto a él a la orilla de un río, le dice: "Sabes, si viviera en esa casa y me llamaran esposa, yo también sería feliz". La indirecta no la capta Matoba, pues ha puesto el ojo en la hija Yukiko. Posteriormente, los tres acuden a una obra de teatro. Allí Hatsuko descubre con amargura y dolor los planes del doctor y su hija: ambos planean ir a Tokio donde hay más probabilidades de prosperar y llevar una vida juntos. Aún así, la madre se sacrifica ofreciéndoles un dinero para su viaje. Sin embargo, el descubrimiento por parte de la hija del affaire entre viuda y doctor, hace que aquella no quiera seguir con su noviazgo, pues cree que el doctor ha obrado de mala fe con su madre ignorando los sentimientos de esta.
Hatsuko, tras la marcha del doctor abandonando a ambas, cae enferma. Tal vez el desamor antes tenía más incidencia en la mujer, pues no estaba empoderada, sino a merced de la economía del hombre. Ellas afrontan la melodramática situación haciendo piña y agarrándose a lo único que les da independencia: la mancebía de geishas. Además, Mizujiro ya se encarga de mostrarnos que la madame es capaz de ser condescendiente con ciertas geishas que regresan tras ver abortado sus planes de casorio con algunos clientes desaprensivos. Sororidad aunque no existiese el vocablo.
—¿No crees que eso es sororidad entre mujeres? —me descubro haciendo la pregunta en voz alta.
Mendieta me mira sin saber de qué le estoy hablando. Cojo el cubata, doy un rápido sorbo y me dispongo a darle con el petaco a la bola. Sube de nuevo, pero sé que volverá. Es su destino.
Recuerdo el diálogo del final de la obra de Kenji Mizoguchi entre madre e hija:
Madre: —Lamento causarte molestias a ti también, hija. Ahora me detestas, ¿no es cierto?, después de hacerte sufrir tanto.
Hija: —No digas eso. Las dos hemos sido víctimas de lo mismo, ¿no crees?
Madre: —¿Víctimas? Sí, en cierto modo, puede decirse así. Aunque tú ya habías pasado por esto.
Hija: —Cierto, en los asuntos del amor puede decirse que tengo algo más de experiencia que tú. Eso es verdad. ¡Ya no soy una niña!
Madre: —Así es. Has visto cómo funciona el mundo y has aprendido de ello.
Hija: —Pero un mundo que te obliga a encajar esos golpes me repele.
Madre: —Bueno en cierto modo vivir significa padecer sufrimientos. Es inevitable que no nos guste. Creo que con lo que le ha sucedido a tu madre, se ha retrasado tu viaje a Tokio. Lo siento.
Hija: —Da igual, tranquila. Cuando hoy me he sentado en la recepción, he tenido una sensación extraña: me he estremecido. He sentido que ese era el lugar en el que había estado sentada toda mi vida y que quedarme sentada allí de ahora en adelante era lo que me correspondía. De tal palo, tal astilla, dicen.
Madre: —Es cierto. La verdad es que has estado sentada en ese lugar desde que te llevaba en mi vientre.
La bola pasó por el pasillo interior y acabó ante el petaco derecho. Lancé la bola, chocó con uno de los pirulos y salió hacia abajo con si le hubieran tocado el culo. Acabó en el sumidero. Miré el marcador: me había quedado a cien puntos de lograr bola extra. Lejos todavía de una nueva partida extra.
Me quedé mirando la chica en bikini de la pantalla que parecía hacerme ojitos — o eso me parecía a mí —mientras reflexionaba: en La mujer sacrificada no hay un Ken sino muchos pero retratados con más humor, elegancia y respeto que seguramente en Barbie. No hay ninguno que se salve, ninguno positivo que se decía entonces ya que todos tratan de sacar partido de su posición dominante (la económica, con gentileza o por su status social) frente a las mujeres.
Mendieta miró la copa de gin-tonic y me dijo: "¿Te has dado cuenta de que está inclinada?". "Bueno", le dije, "es normal pues está sobre un tablero inclinado, lo habitual en las máquinas de petacos, ¿no?". "Ya, pero además está inclinada un poco hacia la derecha", me suelta. Nos miramos y concluimos que Cecilia lo hacía para que la bola cayera hacia el lado donde menos puntos se conseguía con esa inclinación. Las partidas así serían más cortas y más gente podría jugar no habiendo manera de "quemar la máquina" como se decía entonces.
—Menos mal que nos queda la camaradería —me suelta Mendieta mientras sonríe. —¿Se lo dices tú o se lo digo yo?
—¡Ceciliaaaaa, que no te pago el cubata!
Tras haber salido del Stop, el filósofo Mendieta me comenta:
—Sabes que la palabra original inglesa "pinball" se ha adaptado a la regla ortográfica española escribiéndose pimball, ya que delante de "B" o "P" siempre va una "M". El término pimball se encuentra muy extendido tanto en publicaciones del sector como en flyers y su género no está definido.
—¿No está definido?
—No. He visto que existen referencias en femenino, la pimball, como en masculino, el pimball.
—Mira, Mendieta. Me quedo con los modelos de Barbie de antaño. Eso, sin duda alguna, era femenino, femenino. Aunque pocas veces he visto barbies por las calles de Astrabudua.
—Sí, y las que había se han ido de aquí.
Trataré de ver entera Barbie, aunque he leído el comentario de una espectadora que la ha visto que me quitan las ganas de verla:
Una falta de respeto a todos estos años que llevamos luchando por la igualdad de género sin tener que pisotear al otro. De verdad, que paren con la cansina guerra de sexos da una vez.