Yo soy más de los Reyes Magos. Punto
Cuando llegan las Navidades uno empieza a recordar a los seres más queridos, con los que todavía sigues manteniendo un vínculo afectivo -como dicen los psicólogos- y optas por enviar mensajes por whatsapp en un intento de concentrar el cariño en un breve texto, como si fuera aceite de oliva virgen extra en un proceso de extracción caliente, como manda el corazón. Antes se usaban las tarjetas navideñas. Si usted las usa en estos tiempos, triunfará.
No les quiero ocultar que en estas Navidades uno ha rozado la depresión. Afortunadamente, el envío de uno de esos tarjetones sin música, con el siguiente texto "Que la vida te sonría en 2025. Y que yo lo vea", surtió el efecto pretendido: al cabo de dos días, la llamada de una de mis ex, a la que llamaré Brigitte Ardot, B. A., me telefoneó para agradecerme el detalle, algo que "la había llegado al corazón en un momento delicado".
Quedamos en un bar restaurante llamado Kazuela en la calle Mayor de Las Arenas. El local me gusta pues tiene una barra larga a la izquierda, al fondo unas mesas para servir y a mano derecha unas escaleras donde te llevan a un reservado. Si lo pienso, se asemeja a mi querido bar Stop de Astrabudua.
Mientras espero a la B. A. apoyado en un extremo de la barra, me doy cuenta de que en las películas del Oeste las barras estaban tan desiertas como los parajes desérticos de Arizona, Utah o California. Tan sólo florecían los vasos y la botella tras la petición de los vaqueros que entraban al local. En cambio, en los bares de hoy uno no podría lanzar el vaso de whisky al otro extremo de la barra sin que colisionase con algún objeto o alimento sobre la barra, tal es la concentración de exuberancia nutricional.
En esto divagaba mi mente, cuando apareció la B. A.: pantalones negros, camiseta con algún mensaje en inglés y un anorak fucsia le acompañaban a una sonrisa con un carmín de color desvaído. Al besarnos, percibí un perfume agradable.
—¿Nos sentamos? —le propongo, mientras le agarro por la cintura y nos trasladamos hacia el fondo.
—¿Qué tal estás? —me inquiere nada más sentarnos sin esperar a la camarera.
— Como tú... o peor. Pero pasará, como pasan todas las Navidades. Tú tienes hijos a los que aferrarte. Yo no.
— Los hijos dan preocupaciones también. Las 24 horas del día. ¿Estás tomando algo para la tristeza?
— Serotonina de Houellebecq —le suelto sin saber muy bien si la ocurrencia la entiende.
Se acerca una camarera hispana –ahora ya no encuentras un autóctono en la hostelería, cosas de la natalidad, la inmigración y de los zurdos– y nos pregunta por la comanda. Pedimos mejillones al vapor (ricos), ensalada de bacalao, pan y para beber caña tostada, yo, y un botellín de agua, ella. La felicidad final se concretó en una tarta de zanahoria y en que invité yo.
La comida transcurrió sin besos, ni acercamientos de manos, ni miradas magnéticas, ni sonrisas que pudieran atisbar besos con lengua y aterrizaje en un lecho. Como decía el bueno de Houellebecq, "está claro que no se puede hacer nada con la vida de la gente, ni la amistad ni la compasión ni la psicología ni la comprensión de las situaciones tienen la menor utilidad, la gente se fabrica ella misma el mecanismo de su desdicha, le da cuerda y luego el mecanismo sigue girando, ineluctable, con algunos fallos, algunas debilidades cuando la enfermedad interviene, pero sigue girando hasta el final".
Todo esto lo pensé mientras seguía escuchando las desgracias de Brigitte Ardot, sin comas, sin puntos, todo relatado en una misma y única página figurada de DIN A-3, o mayor. A mi Ardot la hubiera querido preguntar si uno era capaz de ser feliz en soledad y más por estas fechas. Pero para qué. B. A. necesitaba más que yo expeler (¿o sería excretar?) toda la tristeza y preocupaciones que atesoraba como mujer, madre y ex esposa.
Tomamos la tarta de zahanoria en un platito único, una misma ración para los dos. Y como siempre ocurre, el último trozo me lo ofrecía para mí. Al venir la camarera con la cuenta, hubo pugna por pagar pero no soy moderno, 50% y esas mandangas. Hubo forcejeo pero la masculinidad se impuso agarrando la cuenta que la devolví arrugada a la camarera.
—¿Hubo discusión por pagar? —y sonríe mientras la camarera lo pregunta.
—Ha sido una lucha por hacer feliz al otro —se me ocurre contestar tratando de ser "ocurrente".
—Pues les ha salido barata la felicidad —comenta en un alarde de ejercicio de marketing de la Kazuela.
—43,70 euros, sí.
Nos vamos. Veo que ha engordado un poco pero mi Ardot siempre fue muy delgada, extremadamente delgada para mi gusto. Así que ahora la veo más guapa sin que mi piropo la afecte -para bien- en lo más mínimo.
Ha dejado de llover fuera. Paseamos un poco hablando de los problemas de ella. En alguna ocasión, un paréntesis a lo sumo, abordo mi hundimiento. Yo trato de aconsejarla pero "la gente no escucha nunca los consejos que le dan, y cuando los pide es específicamente para no seguirlos en absoluto, lo que quiere es que una voz externa le confirme que se ha metido en una espiral de aniquilación y de muerte". Otra vez surge la Serotonina de Houellebecq.
Me despido de Brigitte Ardot en la parada del bus. Y de vuelta a casa, pienso que me habría gustado decirle que me siento como un pistolero del Oeste, solitario, amargado y cínico. Y sin caballo. Y sin revolver. Que me habría gustado tener familia para combatir la soledad en Navidad. En esos momentos me viene a la mente una película de Boetticher en la que hay un conversación entre un bandido y su cautivo:
—¿Está usted casado? —le pregunta el bandido.
—No.
—No es bueno vivir solo.
— Tal vez —contesta el cautivo.
—No, no es bueno. Se termina hablando de mujeres y de alcohol, y eso es malo incluso para un hombre con tan pocos escrúpulos como yo... ¿De qué vive usted?
—Tengo un rancho —le responde el cautivo.
—Algún día tendré yo uno.
—¿Lo conseguirá matando?
—A veces no es posible elegir.
Y he aquí lo inexorable de la vida, concentrado en un breve diálogo en una del Oeste, como el aceite virgen extra obtenido del prensado en frío. En el Oeste cuando se preguntaban por la felicidad, tenían claro que la misma estaba en forma de mujer y con ella en un rancho.
Del bolsillo saqué una hoja con una lista. Era una lista de las mejores películas, bueno, de las que a mí me habían cautivado el año pasado. Cuando Brigitte Ardot se fue al extranjero durante unos años, lo cual supuso nuestra ruptura, ella me pedía por Navidad la lista de las diez películas que más me habían gustado. Así durante mucho tiempo nos estuvimos carteando hablando de ellas, nuestro tema en común. Sin que ella me lo pidiera, había escrito las de 2024. Y se me había olvidado dársela: era mi regalo de Reyes Magos, porque yo soy de RR. MM. Ni de Olentzero ni de Papá Noel. Ella, en cambio, me había ofrecido unos tarros de mermelada y albaricoque hechos por ella. Era su manera de hacerme feliz en Navidad. Y lo agradecí.
- Parthenope.
- The Brutalist.
- Anora.
- Cónclave.
- Vermiglio.
- Memorias de un caracol.
- Bob Trevino likes it.
- Black Dog.
- Por todo lo alto.
- Los destellos.
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