Acuérdense de esta fecha: 1 de mayo de 1941
Fecha en la se estrenó en Nueva York una de las obras cumbre de la Historia del Cine: «Ciudadano Kane»
El día 10 de agosto de cada año se celebra en Astrabudua la fiesta en honor a San Lorenzo de Roma. De hecho, la Parroquia, sita en la calle Consulado de Bilbao, toma su nombre de dicho Santo. Es bien conocido que Lorenzo fue quemado vivo en una hoguera, mejor dicho, en una parrilla. Lo es menos que fue encargado de administrar los bienes de la Iglesia y el cuidado de los pobres. Por esta labor se le considera uno de los primeros archivistas y tesoreros de la Iglesia, así como el patrón de los bibliotecarios.
Curiosamente no sería hasta 1992 que Astrabudua dispusiera de centro cultural y, dentro de él, una biblioteca. Eran tiempos del alcalde Gotzon Fano, del PNV. El sábado 30 de octubre de ese año, el Alcalde inauguró la nueva plaza Josu Murueta con su Casa de Cultura, pero no todo fue alegría. «El acto congregó a más de mil personas, entre profesionales autónomos, que se quejaban del fuerte aumento del impuesto de actividades económicas, y residentes disconformes con la celebración. La protesta derivó en un enfrentamiento entre los manifestantes y policías locales, que emplearon sus porras». Así lo describía un periodista testigo de aquel día en El Correo.
Tanto tiempo esperando que la Cultura entrase en mi barrio y, cuando lo hace, es con el uso de las porras.
Pero volvamos a lo que me interesa. Anualmente, el 10 de agosto la cuadrilla suele reunirse para comer, beber y lo que se tercie. Este año no he ido; mejor dicho, no me han invitado. Eso por decirlo suavemente. ¿Y cuál ha sido el motivo? Veamos cómo lo explico.
El día de autos me acerqué al bar Stop por la noche. Había mucho jolgorio, pero no me encontraba de humor. Fui porque mi amigo Rafael había insistido en vernos. Allí estaba él, atornillado a la barra mientras veía bailar y cantar a la juventud y a gente más talludita sentada, bebiendo y charlando animosamente.
—¿Cómo estás, tío? Pensé que no ibas a venir —me pregunta al verme cara de circunstancias.
—Estoy muy decepcionado con todo esto de la comida. Noté desde el mes pasado que algo se fraguaba en mi contra porque el WhatsApp de la cuadrilla dejó de haber flujo de mensajes. Como ya te conté el día del paseo, alguien preguntó por la comida de San Lorenzo. Y Gusa contestó que ya mandaría mensaje. Pero no hubo respuesta. Y me temí algo: un complot para rehuirme.
—¿Cuál fue el motivo? —inquiere, mientras que pide para mí una cerveza tostada a Cecilia, la dueña del local.
—Un artículo donde no salía bien parado el Rubius en la descripción que hacía de él. —Y le muestro el texto fruto de la polémica:
—Lo que no veo bien es que te hayan excluido de la comida. Me parece una cobardía.
—Me llamó Eugenio para "avisarme" de que podría disgustarle al Rubius el texto.
—¿Y qué le dijiste? —quiso saber Rafael al tiempo que apuraba su gin-tonic y pedía otro.
—Que el Rubius era un personaje. Y que no iba a cambiar nada, pues no hablaba de nadie real de la cuadrilla. Que me había inspirado en la realidad para ficcionar mi artículo.
Cecilia coloca otra copa de balón mientras con su mirada me saluda. Echa cubitos de hielo industriales y grandes, siempre cinco, ni uno más ni uno menos. Luego coge la botella de ginebra Tanqueray y eleva la mano a cierta altura, consigue que permita oxigenarse y liberar sus aromas mientras rueda por los hielos.
—¿Y? —continuó inquiriendo Rafael, contemplando el proceso de elaboración de su gin-tonic.
—Que yo mismo. Una especie de "atente a las consecuencias".
—Eugenio, siempre el Salvador del mundo y de las causas perdidas.
Cecilia había aprendido la receta en un recorte del ABC que le trajo hace tiempo un parroquiano. En el Stop lo habitual era El Correo, Deia y Gara. Ahora tocaba echar la tónica: inclina la copa de balón y vierte la tónica para que las burbujas no se pierdan.
—Hemos llegado al diez de agosto y nadie me ha avisado. Y en el grupo del WhatsApp un silencio atronador.
— ¡Vaya amigos que tienes!
—Sí, parece que nadie me ha echado de menos esta mañana.
—Más bien de más —y se carcajea.
—¿Recuerdas Ciudadano Kane?
—¿La película de Orson Welles?
—Sí.
—Vagamente, la vería hace mogollón de años.
—Narra la historia de Charles Foster Kane, un multimillonario fallecido en su mansión de Florida llamada Xanadú. Magnate del periodismo, propietario de periódicos, revistas y de una emisora de radio. Se casó y divorció dos veces y aspiró a la presidencia de la nación, pero falló por causa de un escándalo.
—¿Qué me quieres decir con Kane?
—Pues que Kane no existió. Fue un personaje de ficción.
—Como el Rubius.
—Como el Rubius. Pero...
Cecilia me mira como esperando a ver cómo concluye la historia. Coge del cubilete una rodaja de limón y la coloca dentro del vaso. Si el Stop no estuviera repleto de clientes, con la piel del mismo habría aromatizado el borde de la copa antes de servir el alcohol. Pero tiene prisa y no lo hace. Y curiosidad.
—Pero detrás del personaje Kane había una persona real: William Randoph Hearst.
—¿Quién era?
—Hearts era un plutócrata...
—¿Un qué? —interviene Cecilia acercándole el gin-tonic a Rafael.
—Un tío rico que ejercía su influencia en el Gobierno americano, ya que disponía de una cadena de periódicos. Y claro, cuando supo del estreno de Ciudadano Kane, movió hilos contra ella.
Rafael da un trago a la copa y, tras saborear la mezcla de Tanqueray y Schweppes, pregunta:
—Pero ¿por qué se mosqueó Hearts? ¿Qué había en la película para molestarle?
—El 3 de enero de 1941 un grupo selecto de amigos vio la copia terminada de Ciudadano Kane, que la R.K.O. pensaba estrenar en febrero. Hasta entonces no se había hablado de la relación de la película con Hearst. Welles comete el error de invitar a la proyección a Hedda Hopper, venenosa chismosa de Hollywood pero se olvidó de una peor, Louella Parsons, que era corresponsal de la cadena de Hearst.
—¿Te preparo otro gin-tonic mientras terminas la historia? —pregunta Cecila. Asiento con la cabeza y prosigo:
—Louella vio la película unos días después y salió como una furia antes de concluir la proyección. Hearts amenazó a la R.K.O., la productora, con un pleito si la película se estrenaba.
—¿Y qué hizo Welles, el director? —interroga Rafael.
—Suprime de la película 3 minutos de referencias potencialmente ofensivas y se prepara un estreno de gran gala.
—Ya. Sigo sin entender qué había en la película para esta ofensiva de ese magnate llamado Hearst. ¿Por qué arremetió contra una película que tan sólo se inspiraba en él para crear un personaje de ficción?
—En el arranque del filme, Kane pronuncia en su expiración una palabra: «Rosebud».
Cecilia se me queda mirando antes de verter la tónica para mi gin-tonic. Rafael me mira sin entender qué acabo de pronunciar.
—Antes de morir, el director de la película Welles reveló a su biógrafa que el presunto secreto de «Rosebud» no sería otra cosa que el apelativo cariñoso con que Hearst designaba las partes íntimas de su amante, la actriz Marion Davies.
—Ya, como llamar domingas a las tetas de una —precisó Cecilia.
Rafael se rio a carcajadas mientras que yo tan sólo lograba esbozar un rictus. Cecilia agarró un periódico para espantar una mosca que revoloteaba alrededor de la copa mía con la mala suerte de que la golpeó y se fue al suelo. De su boca salió un grito, mientras dejaba caer el Gara en la barra, periódico con el que había intentado espantar la mosca. Yo proseguía mi argumentación, mientras ella se afanaba en limpiar los restos de cristal.
—El otro día vi Carta a tres esposas de Joseph Leo Mankiewicz. ¿Sabes cómo arranca?
—¿Cómo? —pregunta mi amigo.
—Una voz en off comenta: «Para empezar todos los incidentes y personajes de esta historia son ficticios. Y cualquier semejanza con usted y conmigo será una simple coincidencia. El nombre de la ciudad no es un dato importante. Es una de las muchas que se encuentran a 28 minutos de la capital del Estado».
Rafael se me queda mirando como no entendiendo la argumentación.
—Pues que toda ficción es una arquitectura levantada por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas, circunstancias, que marcan la memoria de un escritor, o de un bloguero en mi caso. A veces en ese mundo es difícil reconocer material autobiográfico y en otras ocasiones es más claro el nexo de toda ficción con su anverso y antípoda: la realidad real.
—Ya, el Rubius es ficción pero tiene algo de nuestro amigo de la cuadrilla. Como Kane era ficción pero tenía aspectos de Hearst, aunque en ambos no salieran bien parados.
Le sonrío y levanto la copa que Cecilia me ha preparado rápidamente. Observo que la mosca vuela hacia la luz del exterior. Sale con vida del intento de garrotazo con el Gara que quiso propinarle Cecilia. Fuera del bar Stop, se alcanza a escuchar a Kamikaze, que toca música tributo al grupo Amaral.
—Pudiera entender el mosqueo de la peña, pero que te hayan hecho el vacío y ni Dios te haya dicho nada para la comida de San Lorenzo me parece una cobardía. Si me topo con alguno de ellos, me van a oír. Vamos a ver si los encontramos.
Y salimos del bar Stop. Tal vez, por fin, la realidad y la ficción se topen y se confronten. Espero que no haya sangre. Suelo de común ser pacífico y la cuadrilla también. Y no sé por qué me acuerdo de que hoy es 10 de agosto, día de San Lorenzo, que acabó en la parrilla. ¿Como yo con la cuadrilla?
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