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domingo, 1 de diciembre de 2024

Obituario

 Jesús María Echano, un hombre del Renacimiento... y casi un padre


Jesús María Echano en el centro, rodeado de buenos cinéfilos en 2007


Sábado 30 de noviembre de 2024. 

A las 11:35 de la mañana de lo que iba a presentarse como un día de limpieza en el hogar, un breve mensaje por whatsapp me informa de que "ha fallecido Etxano". El mensaje lo recibo en el bar Stop de Astrabudua, sentado en la mesa del fondo, sacando fuerzas para ir a bregar con la bayeta, la lejía y la aspiradora. Ya no hay ganas. Ni lágrimas. Irán por dentro.

Le pido a Cecilia, la dueña del Stop, que me saque un cognac Napoleón III. A Jesús Mari le gustaba beberlo a poquitos, mientras saboreaba una buena conversación. Cecilia me dice que no tiene. Normal, en Astrabudua no existen Echanos. Es algo sociológico, me diría él. Abunda la gente humilde que bastante tiene con tirar del día a día. Los Schopenhauer, Heydeger, Dreyer, Pollock, Arrabal o su querido Godard quedan lejos del radio de conversación, aunque no para Echano.

Y aquí sigo. Son las 17:30 de la tarde. En la misma silla del fondo. Y con la quinta -o vete tú a saber- copa de Calisay. Es el único sustituto que me encuentra Cecilia. Se lo agradezco. Con el líquido ambarino haciendo su efecto, surge el pensamiento de que Jesús Mari me ha acompañado desde la juventud. 

Con dieciocho años, un buen día cogí los bártulos y me marché de casa. Recalé en el cineclub FAS de Bilbao, sito por aquel entonces en el ya extinto Salón San Vicente de los Jardines de Albia. La primera película a la que asistí allá por 1984 fue La noche del cazador de Charles Laughton con fotografía de Stanley Cortez en blanco y negro. Imprudentemente, participé en aquel coloquio. Era como si Iker Muniain saltase al campo de San Mamés ante el Real Madrid. Y, bueno, me enfrenté "intelectualmente" a lo que por entonces me pareció un Mihura: Echano. Salí corneado pero con las dos orejas. El rabo se quedó en el ruedo. Me di cuenta de que tan sólo era un espontáneo con grandes ganas de triunfar en esa plaza del FAS, la Vista Alegre cinematográfica. No estaba preparado. Como dice mi amigo Enrique, "el saber cuesta, pero no sólo dinero sino también, y sobre todo, tiempo". Así se lo decía Echano: para lograr amueblar la cabeza, se necesita mucho esfuerzo y tesón.

Las heridas de aquella sesión cicatrizaron con el tiempo, gracias a la amistad que poco a poco pude granjearme con él. Imponía por su saber pero no se imponía. Recuerdo que le fascinó Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas del tailandés Apichatpong y tuvo que "enfrentarse" en el coloquio al resto de espectadores que abominó de la misma. Días después, me confesaba que tal vez era él el equivocado. 

Su tono entarimado, por haber sido profesor en la universidad -varias carreras atesoraba-, provocaba cierto repelús a aquellos que no lo conocían a fondo. Echano era como el gordo impaciente que se sienta en el único asiento libre del autobús y te echa por ocupar más espacio intelectual que tú. Había que admitirlo y escucharle. 

En el bar Stop, mientras noto el ardor del alcohol en el estómago, rememoro cuando le operaron de la aorta abdominal. Estaría por la sesentena o en la siguiente, ya jubilado. Disfrutando de la vida. Aunque estoy convencido de que Echano ya llevaba décadas disfrutándola, bebiendo y comiéndosela. Era sartriano, socialdemócrata en ocasiones o liberal en otras, pero vitalista, curioso y hambriento de toda lectura. 

No supe de esa operación hasta años más tarde. Algo muy vasco, por eso era un Echano y de segundo Loizaga. Pero lo que son las cosas, gracias Calisay, recuerdo que un día ya en el cineclub del Getxo Antzokia de Algorta, alabó con una desmesura que me sorprendió una película que nadie en el Stop, sospecho, haya visto: La eternidad y un día de un director griego llamado Theo Angelopoulus. 

El argumento me dio pistas sobre su vida, siempre celoso de ella. El protagonista, Alexander, un escritor griego, le quedan pocos días de vida y necesita resolver un dilema: morir como alguien ajeno a los demás o aprender a amarlos y a comprometerse con ellos. Alexander elige la segunda vía, lee las cartas de Anna, su esposa fallecida, y cierra su casa en la playa. Un día lluvioso, encuentra a alguien que le ofrece la oportunidad de cumplir su compromiso: un niño albanés al que ayuda a pasar la frontera mientras le cuenta la historia de un poeta griego que vivió en Italia y que, al regresar a Grecia, compraba las palabras olvidadas para escribir poemas en su lengua natal. Entonces el niño juega a buscar para vendérselas.

Cecilia se acerca y me dice si retira la botella de Calisay. Intuyo que lo que quiere decirme es que ya he bebido bastante por hoy. Pero la necesito. Hoy necesito la bruma del alcohol que me lleva a La eternidad y un día de nuevo. Pues mi amigo tenía aquella semana posterior al coloquio que someterse a una operación a vida o muerte. Salió vida. Aunque su mujer se enteró años más tarde que, durante unos minutos, su corazón dejó de latir. Y lloró, lloró retrospectivamente.

Alexander tuvo la opción de comprometerse por alguien, por un niño. Mi querido Jesús Mari, en cambio, se fue recluyendo poco a poco. Tuvo el ofrecimiento, me confesó un día, de ejercer de Ararteko (Defensor del Pueblo), pero desconfiaba de la política y de los políticos. Creo que por eso rehusó en una época en que la democracia se consolidaba y las balas silbaban por aquí.

La vejez es una señora vestida con guadaña que nos siega las amistades. A menudo me decía "estoy cada vez más solo". Supongo que la compañía de la generación posterior no arropa como la de uno mismo. Cuestión de lenguaje y de vivencias, supongo. No tuvo niños, tal vez sí que los quisiera. Y en ausencia de ellos, el matrimonio decidió viajar hasta que llegó la jubilación. Se fue como Alexander a una zona costera, en su caso del Levante. Pero allí, aunque no hubiera días lluviosos, no encontraba esas palabras olvidadas para escribir sus poemas. Y regresa a Bilbao en busca de ellas... y del cine.

Desgraciadamente, no pudo viajar lo que quisiera debido a una enfermedad renal. Y eso a su esposa, mujer del hogar como era lo habitual en su época, la afectó, pues viajar le daba la vida. Jesús perdió los riñones y tuvo que sufrir durante muchos años -las muñecas hinchadas y deformadas así me lo mostraban- la diálisis para seguir tirando: martes, jueves y sábados. Los señalados para pasar casi todo el día postrado, era la condena por revivir. Ya no pudo viajar, limitado por ella. 

Lleno la copa de Calisay y le pido que me ponga unos hielos a Cecilia. El bar se va llenando de gente, mientras que la oscuridad empieza a penetrar en el local. Los recuerdos revolotean, mientras miro ausente.

Le acompañé en sus últimos veinte años cuando vivía ya en Aiboa (Getxo), retirado ya de su despacho de abogacía en Bilbao. Me llegó a abrir sus puertas e invitarme a su hogar, como si cruzara el Xanadú de Ciudadano Kane. No fue fácil. La amistad hay que trabajarla, como los conocimientos. Luego ya prefería salir (huir) del hogar y bajar al bar Egarri en la Avenida de los Chopos. Allí recuerdo nuestro último coloquio a dos cuando le llevé un cortometraje en mi móvil ganador del premio Korten del FAS. ¡Qué cara ponía de asombro al ver que en un smartphone se podía tener una pantalla de cine pequeña!

Llegó el acontecimiento de la enfermedad de su mujer. Y tuvo que pensar en la residencia y en deshacerse de su querida biblioteca: todo un frontal de su salón. A mí me donó todo lo relativo al cine, salvo dos o tres libros señeros como ¿Qué ese el cine? de André Bazin. Rememoro que me decía que volvía a ver películas, pero que ya no las podía acabar, o que le parecían peores, o que...

Alguna que otra vez le llevamos a la radio Gorliz Irratia, a nuestro programa La Noche Americana. Allí era como un niño con zapatos nuevos o eso pretendíamos. En otras ocasiones, le llamábamos para hacer conexiones telefónicas. Todo porque Jesús no se sintiese jubilado, en la peor acepción del vocablo.

Los últimos años los pasó en la residencia Andra Mari de Algorta. Allí cada vez se me hizo más difícil ir a verle. No es agradable ver el derrumbe de un ser que te ha marcado para bien. "Se come muy bien", me decía. Era ya el último placer que le quedaba a Jesús Mari. En cuanto llegaba la hora de la cena, la visita tenía su final.

La juventud empieza a llenar el bar Stop ya por la noche. Y sigo clavado al fondo del local. La ayudante de Cecilia me ha sacado algo de picar. Tengo un agujero en el estómago pero tan sólo logro llenarlo de recuerdos nostálgicos.

Uno de los momentos más bonitos fue cuando unos amigos le sacamos de su casa -puede que fuera de la residencia- para ir al último coloquio del cineclub de Getxo. En aquellos tiempos, año 2014, le trajimos a Las Arenas para ver La gran belleza de Paolo Sorrentino. Siempre le gustó lo delicatessen. No le defraudó, pues aunque ya tenía la retina rayada de tanto cine visto y analizado, Sorrentino le llevó por vericuetos inesperados.

En aquella ocasión quise hacer algo especial, en la creencia de que Jesús Mari Echano ya no nos volvería a acompañar en aquellos coloquios posteriores a la proyección, como así fue. Grabé el coloquio y lo monté con fragmentos de la película de Sorrentino. Son 75 minutos de duración. Fue mi (su) testamento cinéfilo y sonoro.

Decía Cicerón al elogiar la vejez, que esta se apoya en los cimientos de la juventud. "Ni las canas ni las arrugas pueden adquirir autoridad de repente, sino que es la vida anterior vivida con honestidad la que toma los últimos frutos del prestigio". Y Jesús Mari fue joven de espíritu y tuvo su autoridad ante muchos de nosotros que lo conocimos. 

"¿Me dices cuánto te debo?", le pregunto a la camarera. Salgo con paso vacilante, el ánimo abatido y bañado por esa oscuridad que en tantas sesiones de cineclub hemos vivido. Pero en esta ocasión no hay banda sonora que acompañe a la palabra "fin". Y afuera ni siquiera llueve... tan solo por dentro. 

Q. E. P. D. Jesús Mari.




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